Rafael Gumucio
Domingo 10 de Mayo de 2009
Las ruinas circulares
Desde Boston, mi amigo y vecino Raúl Zurita nos recuerda a los chilenos que estamos en ruina. La literatura chilena es la peor del continente. Sólo Zambra se salva. Todo se acabó para siempre. Este tipo de declaraciones pertenece a una amplia tradición completamente chilena, la de culpar a Chile de todas nuestras miserias, postergaciones y olvidos. Se quejaron, se quejan, nos quejamos, porque es fácil. Efectivamente, el clima intelectual chileno es provinciano. Lo es porque Chile es una provincia. Una provincia de una provincia. Somos lo que siempre hemos sido, caníbales irracionales, acallando cualquier debate a golpe de chismes, siguiendo en manada a algún vejete de turno, destruyendo al que asoma mucho la cabeza, ejerciendo el matonaje sobre el débil y la absoluta complacencia con el jefe. No hay razón para que surja entre los náufragos de una isla desierta otra cosa que unas chalupas para abandonar la playa. Cuando la chalupa es destrozada por las olas, todos volvemos a revivir el argumento de El Señor de las Moscas.
Ver en la literatura chilena, como en la sociedad o la política, sólo ruinas es justamente hacer gala de lo que una y otra vez nos ha arruinado como cultura. Ser un profeta de la nada es una muestra viviente de esa flojera intelectual que es la marca de fábrica de la inteligentzia nacional. Es ése el vicio chileno por antonomasia, la flojera escondida tanto en el desánimo como en la hiperactividad, tanto en el entusiasmo acrítico, como en el acrítico nihilismo. No hay nada, no hay nadie; entonces, no tengo que hacer esfuerzo para entender lo que efectivamente hay. ¿Y espléndidas novelas, como El bosque quemado, de Brodsky, o Tubab, de Beltrán Mena, y los cuentos de Marcelo Lillo, para sólo hablar de los libros más nuevos? ¿Quién puede decir que Patricio Fernández o Álvaro Bisama o Matías Celedón no tienen ambición, que es lo que echa en falta Zurita en nuestra literatura? Y conste que hablo sólo de narrativa, la más debil de nuestras artes.
No sé si pudiera hacerse una lista tan honrosa de libros en el Chile de 1983, ni siquiera en el Chile de 1973. Pero da lo mismo. Buenos o malos, los libros caen todos en ese vacío. Encerrados cada cual en su círculo, hablando sólo para su secta. Pueden tener miles de lectores o ninguno, pero carecen de una lectura. La lectura de un Alone, de Hernán Loyola, de Valente, de Lihn o de un Cedomil Goic, que, equivocados o no, ejercían una jerarquía, un diálogo entre los libros y su tradición, y esa tradición y el mundo. La política, la sociedad, no quedaban del todo excluidas del ruedo. Los libros hablaban de algo a alguien.
Se nos enseñó desde demasiado pequeños que nada grande, nada verdadero podía suceder aquí. Bolaño, correctamente empaquetado en Barcelona, sorprendió a todos desnudos, improvisando teorías, venganzas, aullidos y chillidos ilegibles. El genio pareció, entonces, dolernos como una ofensa. Es una ofensa. Un gran escritor obliga a sus lectores a trabajar, porque no es nunca el autor de un libro, o de diez, sino el padre de una biblioteca de relaciones que nos obliga a recorrer cuando creemos leerlo sólo a él.
Leer los libros a solas, como programa de televisión en una revista de TV cable al que hay que indicar luego si vale la pena ver o no, es perderlos de vista. La cultura, como la agricultura, necesita abonos, limos, desechos, hojas muertas que fermentan a los pies de los árboles gigantes como de los arbustos que les ayudan a trepar. Es eso de lo que carece dramáticamente el culto chileno, de mínima densidad cultural, ésa que permite ver a Stendahl en un todo con Mozart y con Edwards Bello, y no como accidentes separados e incomprensibles.
Amigo Raúl, tú hablas de ruina, pero una ruina supone que algo se ha construido alguna vez. Lo que tenemos aquí no es un edificio destruido sino sólo muros y subterráneos asustados que han expulsado de su seno la posibilidad de un arquitecto que los comprenda.
determinada".
Las palabras
Francisco Mouat
Hay palabras que nos habitan, por momentos de manera obsesiva. Llevo días, tal vez semanas, pensando en la palabra habitar, viajando con ella. ¿Cuándo las palabras se nos hacen imprescindibles y fascinantes? ¿Cuándo es que decidimos que vamos a vivir, entre otras pocas cosas, para quererlas, para cuidarlas, para conocerlas y conversar con ellas cara a cara? Suena raro decirlo de esta manera, pero no encuentro otra forma. Estoy ocupado últimamente por el fantasma de la palabra habitar (que podría ser también un ángel), y no puedo desligarme de ella hasta reconocer su forma y desentrañar lo que tenga para decir.
Hay libros que surgen por una palabra, un verbo, una escena. Reconocer ese destello no es algo que pueda imponerse por decreto. Hay una frase que Marguerite Yourcenar leyó y subrayó en un volumen de la correspondencia de Flaubert, y que fue el punto de partida de sus Memorias de Adriano: "Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre".
Todos sabemos de fantasmas que habitan en nosotros. Cuando se nos muere alguien a quien quisimos mucho, buscamos cualquier manera de ser habitados por esa persona, para que no se nos desvanezca totalmente. Nos aferramos a algún fragmento suyo que nos permita conservarlo vivo un tiempo más, antes del olvido, y hay un momento en que lo dejamos ir. Con las palabras y los lugares sucede más o menos lo mismo. Habitamos espacios abiertos y cerrados, en casas y calles, en pueblos y ciudades, y tomamos conciencia y podemos entenderlo porque simultáneamente habitamos el lenguaje.
Existen sincronías magníficas. Una amiga me habla entusiasmada de lo que ha estado leyendo para la universidad, unos textos del filósofo Hans-Georg Gadamer, y casi no puedo creer que nos habiten preocupaciones similares. Le pido que me mande un párrafo de Gadamer, y ella lo hace esa misma noche: "Estamos tan íntimamente insertos en el lenguaje como en el mundo. El lenguaje posee una fuerza protectora y ocultadora. El lenguaje es el verdadero centro del mundo.
Habitamos en la palabra".
Por supuesto que sí, le contesto: habitamos en la palabra. Y las palabras nos habitan, para fortuna nuestra. Escribir también es dejarse habitar por el lenguaje. Lo mismo que la lectura. El arte explora el lenguaje buscando respuestas, y lo mejor que puede hacer es dejar instaladas preguntas que se formulen por mucho tiempo. Cuando miramos una fotografía que nos cautiva, cuando leemos un libro que nos estimula, cuando contemplamos una pintura que nos mueve, cuando disfrutamos las secuencias de una película filmada con talento y sensibilidad, experimentamos goce estético, y después buscamos palabras que lo descifren y le permitan quedarse en nosotros.
Hay mucho de azar en los sitios y lugares a donde la vida te va llevando. Pero también existe a veces la posibilidad de escoger un punto de vista, una geografía a la cual mirar con mayor intención. Habitamos para ser y estar. Hoy me habita una ciudad, Santiago, a la que no termino de sacarle brillo. Y sin embargo igual encuentro en ella, sin esfuerzos demasiado especiales, el destello de lugares y vidas humanas que me acompañan, y con los cuales me siento a gusto. Son el escenario en el que me animo a practicar una de mis pasiones: la palabra. La palabra y el silencio, que se buscan, en aparente contradicción. La palabra dicha, la palabra leída, la palabra escrita, el silencio para dejar que esa palabra nos habite. Lo último que dijo Raymond Carver, antes de morir, frente a un puñado de estudiantes que se graduaban en la universidad, fue que repararan en una frase de Santa Teresa que tiene casi cuatrocientos años de edad: "Las palabras que llevan al obrar, preparan el alma, la ponen presta y la mueven a la ternura". Cuando leo esta frase me quedo sin palabras, y soy inmensamente feliz de vivir cerca de ellas. No pienso abandonarlas, no quiero que ellas me abandonen todavía.
La creencia en algún tipo de maldad sobrenatural no es necesaria. Los hombres por sí solos ya son capaces de cualquier maldad.
Joseph Conrad
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