Saturday, August 15, 2009

Sobre los cachos

Francisco Mouat
Un gran cronista chileno escribió la otra vez que se está poniendo viejo y mañoso, porque lo que más le preocupa ahora es no molestar a nadie y que nadie le friegue la pita.
Fregar la pita. Es buena la expresión: elocuente y cascarrabias. A mí me gustaría aprender a decir que no todas las veces que sea necesario. Estamos muy expuestos a que nos frieguen la pita: te invitan a donde no quieres ir, te hablan en el taxi cuando lo único que quieres es mirar distraído por la ventana, no falta el que te mandonea, te llaman por teléfono para enchufarte un seguro y el día menos pensado te meten en cualquier cacho. Los cachos son una pesadilla. Es tan frecuente que nos metan en cachos, que a ratos nos llegan a parecer lo más normal del mundo, y está lleno de gente que piensa que uno tendría que dedicar varias horas del día a resolverles asuntos a los demás, y gratis, por supuesto, porque ésa es una característica esencial del cacho, sobre todo ahora que hay teléfonos celulares y correo electrónico, y entonces no cuesta nada que la demanda llegue de donde menos la esperas: Valparaíso, el centro de Santiago, Lima, Montevideo o Arkansas City.
No hay que confundir cacho con trabajo aburrido. El trabajo mal que mal es remunerado, a veces no es más que una ensalada de diligencias y operaciones tediosas, pero uno aceptó las reglas del juego. Los cachos, en cambio, son gratuitos, normalmente intempestivos, casi siempre urgentes, porque el mundo de hoy es dinámico y andan todos apurados empujando la rueda de la producción. Los peores cachos pueden ser esos que te piden los que así se sacan el pillo en sus propios trabajos. O sea: a ellos les pagan, pero los que mueven la rueda en ese momento somos nosotros, por supuesto en nombre de la amistad. Se me apretó la guata: acabo de advertir que en los dos últimos años he clavado con a lo menos tres cachos a la mujer de un viejo amigo. La próxima vez que le pida algo debería ofrecerle un dinerillo.

Decir que no a cualquier cacho en que nos quieran embarcar equivale a ganarse automáticamente el odio del otro lado: rara vez se dice, pero casi siempre se piensa: pucha el gallo mala onda, antipático, desagradable, egoísta, cabrón, agrandado y malagradecido.
No me van a creer. Estaba escribiendo esto y sonó el teléfono. Era una periodista joven y simpática, que conocí en la radio, y que me preguntó si podía molestarme un minuto. Qué vas a decir en ese momento. Quería preguntarme si yo podía darle información de Leontina Espinoza, aquella mujer chilena que fue expulsada del Libro de los Récords Guinness en los años ochenta por haber falseado la cantidad de hijos carnales que tuvo. Ella llegó a decir una vez que había tenido más de sesenta hijos, porque le salían de a tres y de a cuatro por evento. La entrevistaron una vez en Sábados gigantes, y se veía un poco maltrecha de tanto parto. Uno sacaba cuentas y decía: esta señora se ha pasado toda la vida embarazada, y el Negro, que era como le decían a su marido, un moreno flaco y enclenque, debe ser un auténtico semental, porque se suponía era el padre de todos ellos. Al final se supo la firme: por enredos familiares, inscribía también como propios a hijos de sus hijos, y hasta cabros adoptados tenía. Entremedio se habían perdido libretas de familia, y resultó que la estadística del récord era más falsa que reloj de marca comprado en Paraguay. Seguro que Leontina Espinoza no era una mala madre; le gustaba lo de la crianza, pero también le gustó probar el caldo de los quince minutos de fama, que en todo caso no le sirvieron de mucho: fuera de alguna platita que le soltaron en la televisión, la pobre siguió luchando entre la carencia y la necesidad. Le contesté a la periodista que todo lo que sabía de ella estaba escrito en mi libro Chilenos de raza, que ignoraba si el Negro vivía o estaba bajo tierra, pero que por edad hacía rato que había dejado de engendrar cabros chicos.
De vuelta en la crónica, concluyo que una cosa es el trabajo, otra son los cachos y una tercera es la gratuidad; la maravilla de lo gratuito, de aquello que hacemos por el puro gusto. Ése al final es el mejor reducto, y el más libre. Ajeno al deber, la obligación, el cacho. Disfrutar la vida con la menor cantidad de apremios y presiones parece un sueño. Me gusta vivir orbitando ese sueño.
mouatfrancisco@gmail.com
Comente en http://blogs.elmercurio.com/revistasabado/

Blog Archive