Una Vida Crítica
Higiene intelectual
15 de febrero de 2008
Daniel Villalobos www.civilcinema.com
"Nunca pude ver cómo los deberes de un crítico, que consisten en gran medida en hacer dolorosas observaciones en público sobre los más sensibles entre sus prójimos, pueden conciliarse con los modales de un caballero”. George Bernard Shaw
La reciente antología de textos sobre cine publicados por Héctor Soto a lo largo de cuarenta años en distintos medios chilenos viene a poner los puntos sobre las íes: respecto no sólo a la posición del autor como el crítico de cine más importante e influyente que hayamos tenido, sino además sobre la necesidad de leerlo con la perspectiva que da la recopilación y la distancia del tiempo.
El volumen –editado por Alberto Fuguet y Christian Ramírez- reúne en 517 páginas una larga lista de textos breves donde Soto desmenuza, ataca, defiende y alaba a películas de diverso pelaje. Están, desde luego, Clint Eastwood, Woody Allen y Martin Scorsese (los cuales tienen sendos capítulos dedicados a sus filmografías) pero también están Las Tortugas Ninjas, Sexo con Amor, Top Gun e incluso una mediocre cinta de Cantinflas (Su Excelencia, 1967). El criterio de elección, gracias a Dios, no fue la calidad de las cintas, sino de los textos. Lo que es razonable, ya que Soto nunca ha sido un gran propagandista. Como crítico de cine, está en las antípodas de gente como Roger Ebert o incluso Jonathan Rosenbaum. Más que concentrado en promover la asistencia de público a las películas de sus amores, en la mayor parte de su carrera ha preferido emitir juicios mesurados en la forma y apasionados e incluso arbitrarios en la esencia. Sus textos no son material de afiches o promociones y es difícil citar una frase de una de sus críticas que englobe su opinión sobre la cinta en particular.
Soto no predica. Opina. Y el volumen permite asistir al desarrollo de esas opiniones, a la manera en que un autor encuentra su voz, su estilo personal, su mirada respecto al medio. La antología en ese aspecto es un logro de parte de sus editores, si bien tanto en el prólogo como en el epílogo se echen de menos algunos datos duros sobre Soto y un análisis sobre su importancia como crítico más allá de la abierta admiración que Fuguet y Ramírez le profesan.
El volumen también permite, claro, sentarse a discutir con Soto, distinguir aquellas opiniones o miradas que sobreviven y siguen iluminando, de aquellas que resultaron miopes con el paso de los años o que siempre lo fueron. El mismo autor, como explica Fuguet en el prólogo, tenía serias dudas sobre el valor de recopilar textos antiguos, pero lo cierto es que si Una vida crítica permite discernir cuánto de arbitrario hay en su mirada sobre el cine, también es un material inmensamente valioso no tanto para quienes lo han seguido por años como para aquellos que apenas le conocen y tienen aquí la chance de averiguar por qué tanta reverencia hacia su figura.
Los primeros textos del volumen –en orden cronológico- tienen un valor más que nada histórico. Hay escaso rastro en esos textos (desde Por Unos Dólares Más hasta La Hora del Lobo) de la lucidez de décadas posteriores y si bien sus textos sobre Ruiz y Littin en los ’60 son interesantes como piezas de opinión, son confusos y laboriosos comparados con las fulminantes dos carillas que se volvieron su trinchera en la Mundo Diners y en la Capital. El Soto de los sesenta es un conferencista apasionado que se enreda con las tarjetas. El de los ochenta y noventas es un maestro de la frase precisa, del mot juste, un escritor que hizo artículo de fe la frase de Octavio Paz que citó en una de sus reseñas: la claridad en el discurso a estas alturas del partido es un asunto de higiene intelectual. Otro aspecto que salta a la vista leyendo el volumen de tapa a tapa: lo mejor y más perceptivo de Soto está en sus comentarios sobre el aquí y el ahora. No es bueno revisitando cine clásico ni sacando lustre a viejas carreras. Tampoco es un buen profeta: ni Paul Thomas Anderson ni Wes Anderson, por ejemplo, han cumplido las promesas que anunció a raíz de sus primeras cintas.
La mayoría de sus perfiles (agrupados en la sección Rostros) son farragosos y no muy interesantes. El texto sobre Bazin, siendo ilustrativo, suena más a folleto de exposición que a un artículo de vigor real, lo mismo que Siete Miradas sobre Hitchcock, que apila sin mucha gracia varios de los lugares comunes ya más que sabidos sobre el director inglés. Mención especial, eso sí, merece su hermoso relato-comentario sobre el último día de vida de Fassbinder, o el sentido texto sobre un entonces desconocido Oliver Assayas.
Donde Soto se suelta la corbata y pela el cuchillo es en las columnas sobre estrenos de la cartelera. Sus mejores textos por lo general no superan los cinco o seis mil caracteres y es notorio el esfuerzo cuando elige escribir críticas o perfiles que superan esa extensión. En apenas dos carillas y algo, Soto es capaz de pulverizar una vaca sagrada (Nacido para Matar), canonizar una buena película (Amantes) e incluso hacer una convincente defensa de lo indefendible (El Aviador).
Amigo de la chatarra cuando es noble, escéptico frente a esa entelequia entendida tradicionalmente como cine-arte, Soto puede llegar a emocionar cuando aplaude sin pedir permiso pequeñas cintas de terror o ciencia-ficción, cuando rescata del fango a una cinta como Annie comparándola con E.T. o cuando construye a lo largo de los años la defensa del cine de Eastwood.
Tal vez por su admiración por Pauline Kael y Andrew Sarris, por su abierta repugnancia frente a lo que llama “la academia” y por su sostenido interés por la relación emocional que las películas establecen con el espectador, Soto no teme ser arbitrario. Su negocio no es ser justo, ni siquiera convincente. El sobreentendido es que su opinión sobre una película –al menos en el pequeño campo de los textos que firma- es la última palabra digna de decirse y lo demás son pajas y caldos de cabeza. De ahí que su estilo a ratos destile soberbia e incluso aires de mono sabio. De ahí también que resulte tan extraño leerlo escribiendo en primera persona (La Mirada de Ulises, Apocalypse Now Redux), cuando es paradójicamente la tercera la que le permite reiterar una y otra vez el dogma de que en el cine lo que vale es la experiencia personal.
Desde esta perspectiva, la del francotirador de butaca que no tiene empacho en declarar perdido a un cineasta de la talla de Fellini o en levantar el prestigio de un artesano como Joe Dante, leer las críticas de Soto sobre películas chilenas de los ’70 a principios de los ’90 es una experiencia dolorosa. No por la calidad de los textos, sino por la innegable sensación de presenciar al autor caminando sobre huevos. Mal que mal, en plena dictadura, con una serie de factores extra-cinematográficos en juego y un entorno poco dado a los grises y a las sutilezas, decir que un estreno nacional era insalvable o derechamente una pérdida de tiempo puede haber sonado incluso cruel.
Pero en otro sentido, esas tortuosas reseñas de Caiozzi, Agüero, Justiniano y Perelman permiten apreciar un ángulo distinto (uno más) del talento retórico de Soto: pueden ser textos resguardados, con un tono de disculpa que roza el paternalismo, pero jamás son perdonavidas. Más aún, la mayoría de ellos son justos y necesarios y en conjunto aportan uno de los vistazos más lúcidos y menos gastados sobre esa etapa del cine nacional.
Y es por eso tan interesante comprobar que Soto –quien nunca ha ocultado su escepticismo hacia la producción local- ha ido afilando su mirada hacia el cine chileno en los últimos años y se ha vuelto más despiadado y asertivo respecto a éste en paralelo al desarrollo técnico y expresivo que ha tenido en épocas recientes. Dicho de otra forma, que Soto se saque los guantes a la hora de hincarle el diente a Machuca, La Sagrada Familia o FiestaPatria es, de alguna manera, un halago al medio.
¿Son discutibles o defendibles las teorías de Soto sobre el cine? Es una pregunta válida, sobre todo porque la idea de que sus textos son simples reacciones de un espectador altamente ilustrado se sostiene sólo en apariencia: sus textos están llenos de generalizaciones e hipótesis sobre por qué la emoción vale más que la razón, por qué el psicoanálisis es una cruz para los cineastas, por qué la “verdad” siempre ilumina más que la teoría y por qué el consumo indiscriminado de cine industrial merece más respeto que el “último manual de semiología fílmica” (¿y por qué no pueden ir los dos de la mano?).
En la mirada de Soto, el cine es un arte que se construye desde la emoción y esa emoción es la del director. Poco espacio hay en este libro para actores, guionistas, fotógrafos y otros artistas ligados a la producción de películas, y si Soto nunca dice con todas sus letras que gran parte de sus prejuicios y aciertos viene de la teoría de autor, eso no significa que no lo proclame en cada uno de los textos que firma.
Es desde esa posición que Soto puede, por ejemplo, escribir una crítica sobre Haz lo Correcto que debe estar entre lo más fino y certero que me haya tocado leer sobre cualquier filme en cualquier época. Y es desde allí que puede además publicar una nota donde compara Las Tortugas Ninja con El Cocinero, El Ladrón, Su Mujer y Su Amante sólo para masacrar la cinta de Greenaway con una ferocidad que no puede menos que compartirse a veinte años de distancia: en verdad, las modestas tortugas tenían harta más dignidad que los devaneos estéticos del director inglés.
Las preferencias generales de Soto son bastante claras. Poca paciencia con los cineastas que se compran el cuento del arte y la trascendencia y la metafísica, y mucho interés por quienes, como dijera en una entrevista, “prefieren abrirse las venas”. De ese lado, Greenaway, Ruiz, Rivette y mucho del cine europeo experimental o comprometido que alguna vez la generación de cinéfilos de Soto veneró. De este lado, Eastwood, Cassavettes, Hitchcock, Almodóvar, Cimino, Coppola. Y en el medio gente como Spielberg, un cineasta con cuya obra Soto ha tenido una relación de amor-odio desde E.T. hasta La Guerra de los Mundos.
Pero si Una Vida Crítica es lectura imprescindible para cualquier cinéfilo nacional o de otras latitudes no es por la pasión con que el autor despliega sus preferencias: bastante de eso tenemos ya visitando cualquier blog de cine en la red. Lo que hace al volumen un texto valioso es la posibilidad de comprobar –una y otra vez- el talento como escritor de Soto, la soltura de su pluma y la claridad con que expone su juicio. Lo que lleva a una de las comprobaciones más extrañas al leer el libro: que las reseñas más entusiastas de Soto no suelen ser sus mejores trabajos, y que se siente mucho más cómodo discutiendo cintas menores o problemáticas (como Haz lo Correcto) o saltándole al cuello a títulos que considera infumables (como El Maestro de Música).
¿Fueron los años ’80 la mejor etapa de su carrera? Al menos fue la década en que tuvo un alto y sostenido nivel de calidad. También fueron los años en que muchos de los autores que más le interesan –como Scorsese- estaban en pleno funcionamiento. También fue el período clave en que el auge del video obligaría a toda una generación de cinéfilos a formar su gusto frente a la pantalla del televisor antes que en un cine-club piojoso, un fenómeno generacional del que Soto nunca se dio por advertido en sus escritos de la forma que lo ha hecho con el DVD. Fue además la década de la revista Enfoque, la publicación especializada donde Soto colaboró activamente por años. Y también –no menos importante- los ’80 fueron la década en que Soto parecía estar dispuesto a ver todo lo que se le pusiera a tiro. Sus reseñas de esos años se mueven entre la producción B (Pesadilla/Pesadilla 2), los blockbusters (Top Gun), el cine-arte puro y duro ( Fanny y Alexander) y las rarezas (Vivir para Contar). En los siguientes lustros, Soto se fue poniendo más selectivo, lo que de seguro le evitó más de una frustración como espectador, pero nos privó de sus comentarios frente a algunas deliciosas chatarras más recientes.
Mientras tantos críticos han ido y venido, desapareciendo o mutando, Soto ha seguido ahí, en distintas trincheras, escribiendo siempre con derroche de adjetivos (una película puede ser a la vez “audaz, emocionante, arrolladora”) y escasez de citas cinéfilas. Soto debe ser uno de los críticos menos dados a la enumeración de trivias en la historia del gremio, lo que viene siendo un alivio en esta época donde Imdb y Wikipedia nos han inundado de papanatas con carnet de expertos.
A lo largo de su carrera, como todo crítico, ha tenido aciertos magníficos y opiniones inentendibles, como defender un mamarracho de la talla de El Aviador o la carrera de Woody Allen post-Crímenes y Pecados. También ha mirado con poca simpatía a cineastas como Michael Mann o Raúl Ruiz (en su etapa francesa) y ha patentado la clase de arbitrariedades anecdóticas que son también la gracia de cualquier crítico con personalidad: inexplicable es, por ejemplo, la furia de ninja justiciero con que le cae encima a cineastas como Greenaway o Jane Campion, comparada con la simpatía que le despierta Robert MacNamara (Niebla de Guerra), el político y ex –ministro estadounidense que participó en actividades bastante más siniestras que perpetrar malas películas.
Y al final de todo ¿en qué consiste el estilo Soto? Está conformado, me atrevo a decir, por un respeto permanente a la precisión y al buen uso del lenguaje. Recurre pocas veces a la descripción de una escena, a la cita de un diálogo o a la frase entre comillas. Hay pocas referencias al lenguaje coloquial o a los dichos de moda, y es un alivio comprobar que la gran parte de los textos de la antología parecen escritos ayer, en el sentido de que sus juicios pueden ser discutibles o lucir –en algunos casos- polvorientos o dignos de revisión, pero no la forma en que los expresa. Leer este libro y luego dar un rápido vistazo a lo que se considera hoy crítica de cine en la prensa escrita chilena es una triste manera de comprobar que Soto puede tener herederos en cuanto a su moral, pero no respecto a su oficio. Por estos días en el gremio, nadie está escribiendo con el nivel de pureza conceptual y de ritmo que este crítico tuvo en la mejor etapa de su larga carrera, y la edición de este volumen –el primer gran acontecimiento cinéfilo del año en el país- bien puede contribuir a remediar semejante vacío.
Los críticos, no es ningún secreto, suelen extraviarse o perder interés con los años. El estadounidense Kent Jones decía en una entrevista que escribir sobre cine era un oficio para gente joven en la medida que implicaba ver –devorar- grandes cantidades de basura junto con las buenas películas. De ahí, reflexionaba, que una persona mayor tuviera menos que decir sobre el cine reciente en la medida que su paciencia con los malos filmes se hacía más volátil. Es un juicio discutible, pero válido, considerando que incluso titanes del gremio como los norteamericanos Andrew Sarris y Jonathan Rosenbaum han perdido la influencia que alguna vez tuvieron.
O tal vez los tiempos cambian, para bien o para mal, y la crítica de cine tal como Soto la conoció y ejerció en las últimas tres décadas, se está batiendo en retirada frente a las comunidades de blogueros, programas de farándula y solapistas que hoy por hoy campean en los medios. Sin embargo, en críticas de cintas tan recientes como OldBoy o Radio Corazón, Soto vuelve a sorprender e incluso a provocar. Y si el cine está en evolución o involución –dependiendo de cómo se mire- lo cierto es que la publicación de Una Vida Crítica obliga a mirar hacia atrás, a pensar en el presente e incluso a preguntarse por el futuro. Soto puede no haber tenido jamás ambiciones como realizador, pero su aporte al medio va mucho más allá del que jamás lograrán algunos directores a los cuales destrozó o defendió a lo largo de décadas. Bien por él. Bien por nosotros.
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