Saturday, February 02, 2008

Intoxicación

Francisco Mouat franciscomouat@gmail.com

Fui a pasar un fin de semana familiar a Chicureo, a la casa de unos amigos. El encuentro se coronó el domingo con un asado a la hora de almuerzo, en el que de aperitivo nos bajamos unos locos de miedo. No comía locos hacía mucho tiempo, y estaban tan blandos, tan sabrosos; rociados de jugo de limón y aderezados con una mayonesa casera de primer nivel.

Al día siguiente viajé temprano a Puerto Montt, a la Feria del Libro, y viví nuevamente un día magnífico. La cercanía del mar, la vista desde la pieza del hotel, la brisa del sur, caminar por la costanera, la presentación del libro frente a un público atento y cálido, y, por supuesto, el almuerzo y la comida a la que me llevaron los amables organizadores, cuyo único detalle –nada es perfecto– fue que en ambos casos se repitió exactamente el mismo menú. Estaba tan rico que ni chisté, y preferí, en cambio, echarlo a la talla en la cena, cuando veía que vivíamos calcada la escena del almuerzo: pisco sour de buena calidad, ceviche, copa de vino reserva, salmón a la plancha con papas cocidas, y de postre una suerte de panacota con salsa de frambuesa, de chuparse los dedos.

La factura empezó a cobrarse un par de horas después, a las dos de la mañana, cuando intentaba dormir en la pieza del hotel y algo me lo impedía. Empecé a padecer eso que la medicina llama elegantemente gastroenteritis aguda, y la gracia duró varias horas consecutivas. La noche y la madrugada transcurrieron entre la cama y el baño, primero corriendo y después gateando. A las ocho de la mañana abrí las cortinas de la pieza, para cerciorarme de que no se trataba de una pesadilla. Ahí estaba el mismo mar del día anterior, esta vez bajo un cielo nublado. Sentía como si me hubiera pasado un camión por encima. No tenía ganas de nada. Alcancé a especular si habían sido los locos del domingo, o los ceviches del lunes, antes de seguir vomitando. Llamé a una amiga querida de Puerto Varas, para que me socorriera con remedios y compañía. Llegó al rato con gotas para las náuseas y pastillas para cortar la diarrea. Las crisis expulsivas empezaron a bajar en intensidad, y fue imponiéndose una jaqueca que no me abandonó en todo el día, y que se hizo cada vez más aguda. Partimos a Puerto Varas con mis cosas, y ahí traté en vano de descansar. No pegué un ojo. A las seis de la tarde mi amiga me llevó al aeropuerto. Esperando el embarque, veía a la gente pasar a mi lado y envidiaba la tranquilidad que lucían en sus rostros. Entendí en ese momento el valor supremo de estar vivo en condiciones más o menos normales, y no querer azotar tu cabeza en contra de una muralla para apagar el dolor. De vuelta en Santiago, ya de noche, mi mujer me llevó a una clínica para que me hidrataran e inyectaran un calmante que me permitiera descansar y finalmente dormir. Me quedé un día entero en la clínica. Cuando desperté en la mañana, entre enfermeras y conectado al suero, me sentía estupendamente bien, la presión normal, la cabeza despejada. Leí, dormité, hablé por teléfono, ingerí en todo el día una taza de té, dos jaleas y un dedal de caldo, y en la tarde empecé a sentir hambre. Pensé en churrascos, en un completo del Dominó que me comí hace unos días, hasta en un ceviche. Junto con darme el alta médica me entregaron los resultados de los exámenes de sangre que me hicieron cuando llegué a la clínica. ¿Será cierto lo que dicen? Lo más probable es que los doctores quieran que yo me someta a una dieta estricta en todos los sentidos. ¡Que desastre! ¡Qué vida me espera! Algunos de nosotros vivimos amenazados por papeletas de laboratorio y no tenemos cómo hacernos los tontos. O sí sabemos. Al menos hoy, sé que almorzaré jalea y agua mineral sin gas. Mañana es un misterio.

Blog Archive