La columna de Carlos Peña dice la verdad. Las carmelitas descalzas son tanto o más tirado de las mechas que una comunidad ecológica o la gente arrodillándose al templo de Maipú es tan despreciable como la silencioso e irracional fanatismo de un testigo de Jehová, pero no por eso hay que satanizarlos a todos y colgarlos en la plaza pública.
Los expertólogos señalan que los que participan de las sectas vienen de familias disfuncionales frías, distantes . Que tienen personalidad limítrofe,rasgos narcisistas y que sienten aislamiento y vacío interno. Chucha!!, con estupor compruebo que me calzan al callo todos los síntomas de un sectómano o sectópata o como se le llame.
Defensa de la excepción
Carlos Peña Rector de la Universidad Diego Portales
Los comuneros de Pirque -de creerle a la prensa, llevan una vida apartada, esperan a un elegido, se visten con lanas crudas, caminan lento, comen sólo verduras, pronuncian oraciones de madrugada, venden pan de linaza, practican el deseo frío y se adornan la cara con una permanente sonrisa- plantean de nuevo el problema de la diversidad y la tolerancia hacia las formas de vida que son distintas y, sobre todo, minoritarias.
Apenas su existencia se hizo pública -el motivo fue que inhumaron a uno de sus muertos al margen de la ley- se han divulgado distintas versiones acerca de sus prácticas sexuales, su forma de alimentarse, sus parentescos y algunos otros detalles de su vida cotidiana. Se les ha mostrado como una cosa rara y extraña e incluso el alcalde, esgrimiendo los derechos constitucionales de los involucrados, ha recurrido ante los tribunales para protegerlos a ellos y a sus hijos, de sí mismos.
Por supuesto, defender los derechos de la gente no tiene nada de malo.
Lo que cuesta entender es que a pretexto de esos derechos se pretenda revisar la legitimidad de una forma de vida o negar que la gente adulta, como esta que fabrica panes de linaza en Pirque (o el maltratado profeta de Peñalolén, ¿qué será de él?, o algún otro grupo que existirá por ahí) crea cosas, practique ritos o conduzca sus vidas de la manera que mejor les plazca.
Y cuesta entenderlo porque, después de todo, la mayoría -la misma que los mira con curiosidad o con reprobación- cree cosas igual o más sorprendentes o más extrañas que las que creen ellos.
Si ellos todavía esperan a un elegido, la mayoría piensa que Dios ya se hizo hombre hace cosa de exactamente dos mil siete años; si ellos comen sólo verduras, la mayoría hace dietas; si ellos pronuncian oraciones de madrugada, la mayoría reza los domingos; si ellos venden pan de linaza, la mayoría vende, y compra, otras mercancías de la más variada índole; si trabajan poco y nada, hay otros que alaban a Dios trabajando hasta el hartazgo; y si ellos sonríen, la mayoría también, aunque menos.
Así entonces no se entiende bien por qué se les empieza a señalar con el dedo cuando, la verdad sea dicha, viven su vida, confían en cosas y ejercen prácticas que no son muy distintas a las suyas o las mías.
La única explicación posible para todo este fenómeno es el horror que tienen las sociedades humanas, y la nuestra en especial, a las excepciones.
Las mismas personas que hacen gárgaras con la libertad de enseñanza y defienden el derecho de las familias a educar a sus hijos, se espantan con esta gente de Pirque que ha decidido educar por sí mismos a sus niños y llevarlos luego a dar exámenes libres. Y los mismos que suelen esgrimir, con razón, su derecho a la libertad de conciencia se mofan una y otra vez de las creencias de estos otros y se apresuran, impostando la voz de la ciencia, a llamarlos sectas, una forma apenas disfrazada de valorar más las creencias propias que las ajenas, una manera insincera de preferir las creencias consagradas por la pátina del tiempo a las recién llegadas a la cabeza de alguna profeta.
Si estas gentes de Pirque hubieran sido pobres, es seguro que, como ocurrió alguna vez con el Profeta de Peñalolén, no sólo se les habría señalado con el dedo y murmurado, sino que se les habría maltratado y zaherido sin ningún problema. Y es que el horror a la excepción cuando va acompañado de la discriminación socioeconómica -que es lo más frecuente entre nosotros- es terrible.
Por supuesto no es admisible que un grupo de personas se organice para privar de sus derechos a los demás, retenerlos contra su voluntad o maltratar a sus niños. En una sociedad democrática los derechos humanos son un coto vedado y quien los viole, o cohoneste su violación ahora o ayer, es un bribón y no un creyente.
Pero, descontado lo anterior, no debemos olvidar que los seres humanos adultos tenemos derechos justamente para evitar que otros nos digan cómo debemos vivir nuestra vida, cómo debemos ejercitar nuestra sexualidad, en qué dioses creer, cuánto trabajar, qué comer y cómo criar a nuestros hijos. En suma, los seres humanos nos concedemos esos derechos porque hemos arribado a la conclusión de que la diversidad de formas de vida es valiosa en sí misma, aunque para alcanzarla debamos tolerar lo que a la mayoría le parecen excentricidades, disparates o rarezas.
Es probable que esa gente de Pirque sea ignorante o crédula y que esté comulgando con ruedas de carreta -no son los únicos- cuando piensan que un elegido va a venir pronto en medio del verdor de Pirque o cuando creen que es malo curar las enfermedades o confían que la rutina de las oraciones los va a inmunizar en contra del mal.
Pero nada de eso justifica que las instituciones estatales -el Ministerio Público, la justicia de familia y los servicios de salud, nada menos- metan la nariz en sus vidas para buscar algo que les permita justificar los prejuicios de todos o casi todos quienes -pensando y haciendo cosas tan raras como las que piensan o creen los miembros de esa comunidad- están dispuestos, por lo que se ve, a no permitir que las excepciones existan.
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