Saturday, March 31, 2007

LA COLUMNA DE ALEJANDRO ZAMBRA

Diario de un mudo

"Cada escritor tiene la cara de su obra", pensaba Julio Ramón Ribeyro, pero no es fácil dibujar la cara de Ribeyro: el pelo largo o corto o a medio crecer, la boca semiabierta, con o sin cigarro, con o sin bigotes, y un gesto serio o una leve sonrisa o una imprevista carcajada. Es como si hubiera elegido despistar a los curiosos con disfraces rudimentarios. La cara de Ribeyro es la cara de un estudiante de leyes que despreciaba la abogacía, la de un limeño que quería vivir en Madrid, y que en Madrid soñaba con París, y que en París extrañaba Madrid, y así, según las becas y las faldas, y sobre todo en busca de tiempo que perder escribiendo. La cara de Ribeyro es la cara de un solitario que amontonaba copas sucias y arrojaba las cenizas por el balcón. La cara de Ribeyro es la cara de un eterno convaleciente que nació en 1929 y murió en 1994, dos años después de comenzar la publicación de La tentación del fracaso, su asombroso diario escrito a lo largo de cuatro décadas.
"Era, quizás, la persona más tímida que he conocido", ha dicho Mario Vargas Llosa, el escritor menos tímido del Perú. Enrique Vila-Matas, en cambio, al conocer a Ribeyro enmudeció, y no de admiración, sino "a causa del pánico que mi timidez y la suya habían provocado en mí". Ribeyro era un tímido que creía que todos - casi todos- los peruanos eran tímidos: "Tememos al ridículo de una manera enfermiza, nuestro gusto por la perfección nos conduce a la inactividad, nos fuerza a refugiarnos en la soledad y en la sátira", dice en La tentación del fracaso.
Mientras sus colegas escribían las grandes novelas sobre Latinoamérica, Ribeyro, el orillero del boom, daba forma a decenas de cuentos magistrales, que sin embargo no llenaban el gusto europeo. Y él lo sabía muy bien: "El Perú que yo presento no es el Perú que ellos imaginan o se representan: no hay indios o hay pocos, no ocurren cosas maravillosas o insólitas, el color local está ausente, falta lo barroco o el delirio verbal", confiesa. ¿Qué le costaba embadurnar a sus personajes con las cremas del barroco? Mucho: Ribeyro quería escribir lo que quería leer. En una entrada de 1964 figura esta admirable definición de novela, que lo mismo serviría, sin embargo, para describir el proceso creativo de un cuento o de un poema: "Una novela no es como una flor que crece sino como un ciprés que se talla. Ella no debe adquirir su forma a partir de un núcleo, de una semilla, por adición o floración, sino a partir de un volumen herbóreo, por corte y sustracción". El escritor que poda corre el riesgo de quedarse sin jardín, un riesgo necesario, en todo caso: "Silvio en El Rosedal" o "Al pie del acantilado", tal vez sus mejores relatos, son cuentos que provocan, por así decirlo, un efecto novelesco, del mismo modo que las frases de Ribeyro suelen rozar la intensidad de la buena poesía.
Ribeyro reunió sus cuentos bajo el título La palabra del mudo, que alude a la representación de los marginados; es decir, a esos personajes ribeyranos por excelencia: débiles, arrinconados por el presente, inocentes víctimas de la modernidad. El afán de retratar una Lima triste y desigual coexiste desde un comienzo con una velada proyección autobiográfica, que va cobrando nitidez a través de obras inclasificables como Prosas apátridas (un bello libro de 1975, que acaba de reeditar Seix Barral) y Dichos de Luder, además de algunos cuentos en que Ribeyro deja a un lado la ficción.
Es el caso de "Sólo para fumadores", su imperdible "autorretrato fumando": después de repasar sus primeros Derby, sus Chesterfield de estudiante universitario ("cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria"), los "negros y nacionales" Incas, la perfecta cajetilla de los Lucky Strike ("Por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que amanecía con amigos la víspera de un examen") y los Gauloises y Gitanes que decoraron sus aventuras parisinas, Ribeyro rememora el momento más triste de su vida como fumador, que se da cuando comprende que para fumar debe desprenderse de sus libros: cambia, entonces, a Balzac por varios paquetes de Lucky, y a los poetas surrealistas por una cajetilla de Players, y a Flaubert por unas cuantas decenas de Gauloises. El relato abunda en pasajes que un no fumador juzgará inverosímiles, pero que los fumadores sabemos totalmente fidedignos: aquella noche, por ejemplo, en que Ribeyro se arroja desde una altura de ocho metros para recuperar una cajetilla de Camel o, años más tarde, cuando soluciona la estricta prescripción de no fumar escondiendo en la arena unas cajetillas de Dunhill.
"Mi vida no es original ni mucho menos ejemplar y no pasa de ser una de las tantas vidas de un escritor de clase media nacido en un país latinoamericano del siglo XX", dice Ribeyro en su inconclusa Autobiografía. La extravagancia de su obra proviene, justamente, de esta renuencia al heroísmo. Incluso en sus páginas más confesionales persiste un matiz impersonal, una especie de negación de la experiencia. Ribeyro escribe para vivir, no para demostrar que ha vivido. Termino con este revelador fragmento de Prosas apátridas: "La mayoría de las vidas humanas son simples conjeturas. Son muy pocos los que logran llevarlas a la demostración. Yo he identificado a quienes se encargarán de completar en mi vida las pruebas que faltaban para que todo no pase de un borrón. Han tenido casi las mismas desventuras, incurrido casi en los mismos errores. Pero serán ellos quienes escribirán los libros que yo no pude escribir".

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