Saturday, February 27, 2010

Vacaciones (2)

Francisco Mouat
Amanece junto al Llanquihue. El lago está inquieto y el cielo se anuncia despejado, toda una novedad para estos días, después que la lluvia completó ayer una semana cayendo sin dar tregua. La última lluvia, la de ayer en la mañana, fue una tormenta de agua y viento que parecía el fin del mundo.
Viene a saludarme un gato negro y blanco de la casa vecina. Olisquea la terraza y se va del alcance de mi vista. Los gallos cantan cada tres o cuatro minutos. Hace un poco de frío, me da flojera ir a encender el fuego, tampoco quiero hacer más ruido que el de este teclado: todos duermen en casa. Son las siete de la mañana.
La lluvia es el escenario perfecto para leer desde que acaba el desayuno hasta que apagamos la luz antes de dormir. Anoche terminé Almas grises, de Philippe Claudel. Me costó un poco entrar en la historia, algo morosa, pero ya en la página sesenta me entregué a esta narración de un policía que al comienzo parece obsesionado con el crimen de una niña de diez años cometido en su pueblo en 1917, cerca de uno de los frentes donde se libra la Primera Guerra Mundial, pero que luego revela que el texto que está escribiendo no es sino un pretexto para ir al encuentro de su esposa, embarazada y muerta por una hemorragia en los mismos días en que se consumaba el asesinato de la muchacha, hija del dueño del principal restaurante del pueblo. Almas grises: almas que no son ni blancas ni negras, pero que cargan una dosis de negrura -mayor o menor- que las convierte en humanas, a ratos, en almas dolorosas y patéticamente humanas. Buen libro: te deja un sabor agrio, nada dulce. Acabas dudando de casi todos los personajes que se pasearon frente a tus narices, y por supuesto de ti mismo, porque no sabes o no quieres saber cuánto hay en ti de aquel juez implacable, del militar sádico, del fiscal frío y triste que promueve nuevas muertes, del soldado desertor, de la profesora joven y atractiva que nadie sospecha por qué elige ir a ese lugar a dar clases, y sólo acaba revelándose en parte cuando son descubiertas las cartas que escribía.
Antes de Almas grises, leí un libro estelar: La elegancia del erizo. Me acompañó -¿o es uno, lector, el que acompaña a los personajes de un libro?- desde la primera reflexión de Renée hasta la cavilación final de Paloma. Renée es la portera de 54 años de edad de un palacete dividido en ocho pisos de lujo. La empezamos a querer desde el comienzo, cuando se describe a sí misma: "Soy viuda, bajita, fea, rechoncha, tengo callos en los pies y también, a juzgar por ciertas mañanas que a mí misma me incomodan, un aliento que tumba de espaldas". Vive sola con un gato y, por un montón de circunstancias que no viene al caso detallar, terminará vinculada hasta los huesos con Paloma, una niña de doce años excepcionalmente inteligente y sensible, que vive como alma solitaria en uno de los pisos y que tiene por costumbre esconderse de su familia, a la que resiste y odia con todas sus ganas. Tanto así, que está decidida a prenderle fuego al edificio en que vive (asegurándose primero de que no haya nadie en él, porque no es ninguna criminal, incluso evacuando antes a los gatos), y después quitarse la vida en casa de su abuela con un montón de somníferos que ha ido meticulosamente sacándole mes a mes a su mamá del velador de su dormitorio. La vida como un absurdo, el arte como un modo de salvarnos temporalmente, "la certeza de que envejeceremos y que no será algo bonito, ni bueno, ni alegre", y que por lo mismo más vale "construir el presente con verdaderos proyectos de seres vivos".
El sol se refleja tímidamente en la ventana. A Don Lito lo vi pasar hace un buen rato: iba temprano, como todos los días, a cortar leña. Los gallos no se callan nunca y siguen desesperando a los de sueño ligero. Reviso mis apuntes de un día cualquiera de estas vacaciones. "Estos fueron los principales temas de la mañana para mi hijo Francisco. Conseguir papel y astillas para el fuego. Saborear el kuchen de frambuesas de la María, nuestra vecina, especialmente su cobertura de crema. Averiguar el pronóstico del tiempo, saber si seguiría lloviendo o no. Lograr que un ganso solitario pudiera reunirse con el resto de la tribu, después de estar un buen rato solo y de-sesperado. Y, por supuesto, certificar con sus propios ojos que Galán, el perro de más arriba, continúa vivo, a pesar del ataque de la otra vez en el huerto: apareció en la playa, después de varios días de ausencia. Aún cojea".

Vacaciones (3)

Francisco Mouat
Mis vacaciones de verano empiezan a terminar mañana, cuando junto a la tropa viajemos bien temprano de regreso a Santiago. Mañana mismo, al amanecer, probablemente estemos más preocupados de que no se nos quede nada importante en la cabaña que de mirar por última vez en la temporada el volcán Osorno, si es que se deja ver. No sé si habrá viento sur y se escuche bajo el sol el oleaje azul del lago Llanquihue, o si será una mañana mansa, tibia y gris. Tampoco sé si alcanzaré a escuchar el canto del chucao desde el bosque más cercano. ¿O se trata de un pájaro que canta parecido pero al que no sé distinguir con su verdadero nombre?
¿Qué puede ser importante que se nos quede en la cabaña y no vuelva a la ciudad? ¿Un polerón, un gorro de lana, un frasco de mermeladas, la pelota de fútbol de José y Francisco, alguno de los libros leídos? Las prendas de vestir servirían para abrigar a otro. La mermelada casera, para endulzar el desayuno de Carolina cuando ella vuelva a Puerto Octay. La pelota, para animar las futuras pichangas sin nosotros en la cancha. Los libros leídos que nos gustaron mucho ya están metabolizándose, y podrían ser parte de una biblioteca que inauguráramos con estos pocos ejemplares. Lo único que yo de verdad lamentaría dejar aquí, junto al lago, y no volver a experimentar de alguna forma, son los recuerdos de estas vacaciones, que sin saber por qué ni cómo se amontonarán desordenadamente en la memoria. No sé dónde leí, pero me hizo mucho sentido: ¿a qué esforzarnos en recordar, cuando si de verdad algo sucedido importa, encontrará su manera de hacerse notar en el tiempo?
Parte de mi equipaje de mano que llevo a donde voy lo forman recuerdos fragmentados de mis vacaciones. Sacar machas en la playa grande de Bahía Inglesa a comienzos de los años setenta es un recuerdo que se resiste a desaparecer. Tal vez porque nunca volví a hacerlo, o porque la vez que lo intenté nuevamente, ya no había machas. La primera vez que estuvimos aquí, junto al Llanquihue, diez años atrás, celebramos el segundo cumpleaños de mi hijo Francisco. Le hicimos una torta de bizcochuelo con manjar. Anoche, a las doce en punto, le volvimos a cantar cumpleaños feliz. Y él se acostó todo emocionado, entre otras cosas porque su hermana Antonia le regaló una carta en la que le decía que ambos eran como un espejo del otro, esencialmente parecidos del alma.
Yo, que también cumplo años en verano, no olvido cuando cumplí diez en el lago Ranco, en una hostería de Llifén donde nos enfermamos del estómago con mis hermanos por comer cerezas a destajo, y porque ese verano mi papá me enseñó a jugar pimpón, y al cabo de un par de temporadas pude vencerlo. ¿Cuántas horas de mi vida las he pasado frente a una mesa de pimpón? ¿Cuánto queda para que José, Francisco o la Agustina me pasen por encima en un partido oficial al mejor de cinco sets a los once puntos?
En una vacación remota, acompañé a mi tío Chepe al puerto de San Antonio a comprar fulminantes para mi pistola. Lo recuerdo vagamente. Sí recuerdo haberme gastado todos los rollos de fulminantes esa misma tarde, disparándole a lo que encontrara a mi paso. Supongo que ya no existen las pistolas que se cargan con rollos de papel y pólvora. Eran magníficas. Un disparo de esos te fulminaba. Era muy frustrante cuando el disparo no era seco, preciso, cuando no se producía el estruendo del contacto del metal de la pistola con la pelota de pólvora. Había pistolas de vaqueros y también de espías, cortitas, para cargar en el bolsillo del pantalón sin problemas. Ya no hay pistolas con fulminantes. Tampoco está mi tío Chepe. ¿Qué recordarán mis hijos de estas vacaciones en el sur?
Leo el relato de una fotografía en Calle de las tiendas oscuras, de Patrick Modiano: "Una niña vuelve de la playa, al anochecer, con su madre. Llora por nada, porque habría querido seguir jugando. Se aleja. Ya ha doblado la esquina de la calle. ¿Y acaso no se esfuman en el crepúsculo nuestras vidas con la misma rapidez que ese disgusto infantil?".

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