Tuesday, February 16, 2010

Pascueros

Francisco Mouat
Una vez, cuando trabajábamos en la revista Don Balón, en los años noventa, para ahorrarnos el ítem Viejo Pascuero convencimos a uno de los juniors, Fernando, de que fuera el Santa Claus de la fiesta navideña de la empresa. Llegaron las familias completas, había bebidas, pan de pascua y hotdogs, y por supuesto les teníamos flor de regalo a todos los niños invitados. Lo que no sospechábamos era el profesionalismo con que nuestro Pascuero, un ex carabinero fornido y de pocas palabras, iba a asumir su rol. Se le arrendó un disfraz, hasta con máscara, y sin que le dijéramos nada, él nos anunció que ejecutaría el protocolo completo: iría llamando uno a uno a los niños más chicos para sentarlos en su falda, hacerles las preguntas típicas, tomarse una foto con ellos y entregarles el regalo. El problema fue que cuando se puso la máscara se convirtió, más que en un Viejo Pascuero amable y bonachón, en el personaje de una película de terror: su cara era decididamente monstruosa, parecida al rostro carcelario de Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes. Fue un momento inolvidable: mientras nosotros nos matábamos de la risa en un rincón, los niños llamados no se atrevían a acercarse a nuestro improvisado Santa Claus, lo encontraban demasiado feo, temían que pudiera hacerles algo malo, y no faltó el cabro chico que se puso a llorar y que empezó a reclamar porque quería su regalo, pero no al Viejo Pascuero. Hubo que sacarle a Fernando la máscara de la discordia, acelerar la entrega de los paquetes y olvidarse de la foto de rigor.
El oficio de Pascuero es jodido. Los que van de Santa Claus por las calles, o se instalan en las plazas, deben soportar más de treinta grados a la sombra con unos trajes sintéticos que los hacen sudar como caballo de carrera. A eso se suman las bromas de los pinganillas que quieren desenmascararlos frente a los niños crédulos: se acercan a ellos a mirarlos con lupa, les dicen a viva voz que son falsos, les sacan los gorros, les tiran los elásticos de las barbas, y como los Pascueros tienen sangre en las venas, a veces se calientan y responden a golpes. Esos Pascueros salen después en los diarios, porque en todas partes hay niños que los agarran a patadas en las canillas.

A veces los Pascueros improvisados se han hecho unos pocos pesos durante el día, no tienen fuerzas ni para sacarse el disfraz después de la jornada larga y los cogotean cuando vuelven a casa para robarles hasta el traje. A veces usan chalas para no transpirar tanto. Recuerdo a uno que fue contratado en Navidad por un vecino, cuando en mi casa había dos enanos que todavía creían en él. El vecino me llamó esa noche y me dijo que llevara a mis hijos, para que conversaran con su flamante invitado. Lo que más les llamó la atención a mis cabros fueron tres cosas: que tomaba cerveza en lata, que no les trajo ningún regalo a ellos, y las chalas del Viejo Pascuero. Esa noche se llenaron de dudas.
Un amigo médico escribió lo que le pasó una vez en la fiesta de Navidad del hospital donde trabajaba, muchos años atrás. Esa tarde de esparcimiento en un club deportivo en Gran Avenida, había gran expectación entre los cientos de niños que esperaban en cualquier momento el arribo del Viejo Pascuero desde el cielo: saltaría desde una avioneta en paracaídas y se posaría sobre el centro de un pastizal rodeado de grandes árboles. No importaba nada que fuera 14 de diciembre, que faltaran tantos días para la Nochebuena. El griterío y la algarabía de los niños fue impresionante cuando vieron al Viejo Pascuero venir por el aire con su traje rojo. Era un hombre delgado y traía una bolsa blanca: "Pero de pronto el Viejo Pascuero fue empujado por un viento sur oriente que lo llevó a golpearse contra la parte alta de unos álamos que bordeaban el sitio. Literalmente el Viejo Pascuero se sacó la cresta, y forzado por su paracaídas ya fláccido, se continuó golpeando contra otros álamos, hasta caer por fin al piso". Nadie lo podía creer. Los niños a la distancia veían consternados a su héroe botado en el suelo. Al cabo de unos pocos segundos, el Viejo Pascuero se incorporó cojeando y arrastrando su lánguida bolsa blanca, tras soltarse del paracaídas. La fiesta debía continuar. Estaba en juego la fe de los niños. Se improvisó en tiempo récord a un Viejo Pascuero más gordo, que hizo su entrada arriba de una camioneta, adornada con renos de cartón. Los pequeños se amontonaron en torno al nuevo héroe y sus regalos, mientras unos metros más allá, una ambulancia sin sirenas se retiraba rumbo al hospital.

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