Vacaciones (1)
Francisco Mouat
No sé si lo hicimos una sola vez con mis hermanos, y por eso lo recuerdo tan nítidamente, o lo hacíamos todas las veces que llovía a chuzo, pero es una de mis imágenes preferidas de las vacaciones infantiles y la libertad: partir corriendo en trajebaño y chalas desde la casa que arrendábamos, a unas siete cuadras de la playa, con la toalla al cuello, hasta el lago Villarrica, llegar al muelle, dejar la toalla y las condorito sobre las tablas, tirarnos uno, dos, tres, cuatro piqueros desde las alturas, los más que pudiéramos sin importar cuán fría estuviera el agua o cuán helado el viento, trepar al muelle una y otra vez por una pequeña escala de fierro, y volver a casa, ya sin apuro, mojados y felices, libres, después de disfrutar la naturaleza salvaje y desafiar esa ridícula ordenanza que dice que cuando llueve fuerte y hay temporal no debemos bañarnos en el lago. ¿Quién dijo que no, ah?
Esta es mi cuarta mañana de vacaciones en el sur alojando en una sencilla y antigua cabaña a orillas del lago Llanquihue. La misma a la que acostumbramos venir desde hace un tiempo. Se llama La casa de los castaños, porque a metros de su entrada cinco castaños enormes y añosos se levantan otorgándole un carácter especial. Parte del carácter de esta cabaña es que está completamente inclinada hacia el cerro, lo que no es perceptible a simple vista, pero bien notorio si echas a rodar una botella por el piso.
El clima ha estado en estos días más inestable que en temporadas anteriores, lo que a mí al menos me gusta mucho. En un mismo día ha habido sol, viento, lluvia, nubes negras, nubes vaporosas, árboles iluminados y el arco iris doble más hermoso que haya visto en mi vida. El martes que pasó, bajo una lluvia intensa, a eso de las seis de la tarde, mis tres hijos más pequeños salieron en trajebaño a correr y a empaparse, a dar vueltas por la improvisada cancha de fútbol del vecindario, que es un paño de pasto natural bien cagado por ovejas. Fue cuando los vi gritar, reír a carcajadas y levantar los brazos al cielo que recordé aquella escena de mi infancia junto al lago Villarrica, cuando corríamos a tirarnos piqueros al muelle.
Cada verano este lugar ofrece postales sorprendentes, no por ser ellas espectaculares, sino porque no pueden ser imaginadas previamente por nadie. Conocimos, por ejemplo, al Galán, un perro de campo no precisamente agraciado de rostro, al que el humor corrosivo de este país lo bautizó con ese nombre. Es un perro manso y juguetón, de tamaño medio-grande, inofensivo y cariñoso, que vive unos campos más arriba pero bajó porque una perra de por aquí anda en celo. Galán nos acompañó el otro día a pasear por la orilla del lago, en un sendero que nunca habíamos explorado. De vuelta se nos ocurrió subir por un camino que da a una casa-huerto donde venden verduras, y al pobre Galán casi se lo comió el perro que ahí juega de local. Hubo que separarlos a zapatillazos. La Solcita tuvo que cargarlo un trecho en brazos: el Galán quedó con un pie herido, le costaba pisar, y lucía rojas marcas en la zona del cuello. Desde ayer que no lo veo: capaz que volvió adolorido a su campo. José quedó muy impresionado con el salvaje y rabioso ataque sufrido por su querido Galán, pero sospecho que ahora sabe mejor que antes qué significa que un animal defienda su territorio.
Este año, me interesan muchísimo los árboles con los que me voy cruzando. Quiero identificarlos por su verdadero nombre. No me basta con que sean bellos. Me atraen sus troncos gruesos, sus ramas, su follaje más ligero o bien tupido, las formas que encarnan, cómo lucen cuando el sol brilla a través de sus hojas. Una de las cosas que más me maravillan del Diario íntimo de Luis Oyarzún es la extraordinaria y natural clase de botánica a la que somete a sus lectores, quienes sin duda apreciaríamos más aún sus textos si cada vez que Oyarzún nombra a un árbol o una planta, nosotros pudiéramos dibujarlos imaginariamente. Una buena razón para aprender botánica es poder leer mejor el Diario íntimo de Luis Oyarzún. No lo traje este verano. Tal vez el próximo. Lo que sí traje fue La elegancia del erizo, de Muriel Barbery. Lo empecé anoche y no lo suelto. Bello, bello. Quizá la próxima semana me anime a escribir algo de Renée y Paloma, sus protagonistas.
Llueve aquí, a esta hora de la mañana, sobre el lago Llanquihue.
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