Saturday, August 16, 2008

Hay algo allá afuera

FRANCISCO MOUAT

Vivo tan aislado a veces, encerrado en una pieza de Ñuñoa junto a un computador, bolsas de té rojo, libros y una veintena de discos, que cuando salgo a la calle no sé por dónde empezar para intentar ponerme al día del mundo. Pero ponerme al día de qué, en realidad. Afortunadamente desisto rápido de cualquier intento en esa dirección, y prefiero concentrarme en asuntos de escaso interés público.

Esta misma mañana, por ejemplo, fui a un supermercado a sacarles copia a unas llaves, y me quedé pegado unos minutos viendo el trabajo de esas mujeres de delantal blanco que están en la zona de las cajas esperando a que las llamen para solucionar un entuerto. Reparé que la mujer que hoy estaba de turno a las nueve de la mañana movía sus ojos nerviosamente en todas las direcciones, esperando que desde alguna caja solicitaran su presencia con carácter de urgente, lo que sucede cuando los cajeros aprietan un botón y hacen titilar la luz del número con que cada caja se identifica dentro del supermercado. En los cinco minutos en que estuve parado cerca de ella, nadie la llamó. Especulé sobre cuánto rato duraría su turno, cuántas horas de corrido debía estar en ese trance. También pensé en lo estresante que debe ser ese trabajo cuando el supermercado está lleno, las filas en cada caja son larguísimas y esas luces con los números titilan a cada rato. Pensé también en la cantidad inmensa de trabajos de esta naturaleza que hoy forman parte del llamado mundo de los servicios. Y me dije: qué lata más grande debe ser trabajar robóticamente atendiendo emergencias de esta naturaleza. ¿Cuál será el momento de mayor emoción cuando te toca ir a socorrer cajas de supermercado que quedan en suspenso?

Las mañanas en que estoy sensible a un asunto tan pedestre como éste son mis predilectas, creo. Alcanzo a pensar, por ejemplo, en lo absurdos que son a veces ciertos oficios. Y no me excluyo, por supuesto. Periodista, por ejemplo. Esta mañana, para nombrar lo más reciente, participé en un noticiario radial. La gran noticia del día era la difusión de una grabación en la que un profesor de Antofagasta le hablaba a una alumna con una agresividad incontrolable. El intercambio de palabras, que al parecer acabó con la alumna llorando, fue grabado por un escolar con sed de venganza y difundido por radio y televisión, para transcribirse después en todos los diarios de Chile.

La noticia, por supuesto, se presentó con ribetes de escándalo. El profesor se solazaba basureando a la muchacha y enrostrándole la situación de pobreza en que vive, humillándola hasta el cansancio. Ella, la niña, se defendía, hasta que era vencida por la impotencia.

A mí el episodio no me sorprende: basureos de profesores a alumnos en el mundo escolar o universitario ha habido siempre, porque forma parte de la naturaleza abusiva del alma humana. No es ni sano ni deseable, pero veámoslo en perspectiva: ¿en cuántos espacios donde no hay una grabadora encendida no se está, en este preciso momento, humillando a un ser humano en el planeta? ¿No es Santiago, por ejemplo, para nombrar un espacio cercano, una ciudad plagada de episodios cotidianos de violencia, de indiferencia, de faltas de respeto sistemáticas de unos con otros, normalmente hacia quienes están en una situación desmedrada en términos físicos, económicos, sicológicos?

El mundo exterior es a ratos muy amenazante, y debe ser por eso que me gusta encerrarme en mi pieza de Ñuñoa a leer, escribir y escuchar música. Cuando estás sólo contigo, puedes incluso darte el lujo de ser indulgente con tus vacilaciones y fragilidades. Allá afuera, en cambio, hay algo que a ratos me vence, y que ni siquiera sé muy bien cómo nombrarlo para que se mantenga alejado de mi vida.

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