Francisco Mouat
Jueves y domingo, religiosamente, Agnese Castagna y Pompeo Bruni dirigen sus pasos al restaurante San Marco, en Viña del Mar, para disfrutar de un buen almuerzo. Se sientan siempre en la misma mesa, reservada a los dos, en un rincón discreto.
Un par de domingos atrás, una pareja de amigos me invitó a ser testigo del rito celebrado por este matrimonio de viejos italianos venidos a Chile desde Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Agnese tiene hoy 85 años de edad, y Pompeo dos más que ella: 87.
A la hora señalada, poco después de la una de la tarde, sentado en la mesa del fondo y con una vista privilegiada del escenario dispuesto para que ellos representaran su fiesta dominical, vi cómo hizo primero su aparición en el comedor Agnese, del brazo de uno de los mozos; una mujer hermosa, de pelo cano, ojos azules y profundos, vestida de un modo sencillo, de gris y negro, apoyada también de una muleta y llevando colgada una cartera roja pequeña, mientras Pompeo se quedaba atrás charlando a la entrada del restaurante con los demás mozos. Venían de la misa de doce en Las Salinas. Como Pompeo tardó entre cinco y diez minutos en llegar a la mesa, Agnese no lo esperó para empezar a zamparse el aperitivo de costumbre: un pisco sour.
Cuando Pompeo vino a sentarse, Agnese ya se había bajado buena parte de su copa, lo que obligó a su marido a darle un poco de la suya para que los dos bebieran a la par. Veinte años, más o menos, llevan viniendo al San Marco los dos. Veinte años envejeciendo juntos, callando, articulando palabras, bebiéndose las copas hasta el fondo, mirándose y a ratos perdidos cada uno en sus propios pensamientos.
Pompeo, por ejemplo, tiene el hábito de tomarse la cabeza con sus dos manos y quedar mirando hacia la mesa sin decir demasiadas cosas. Agnese prácticamente no habla. (¿Qué secretos conservará la historia de ambos, cuántas palabras fueron calladas por cada uno de ellos en su momento?)
La rutina de jueves y domingo casi no admite variaciones: un pisco sour, media botella de vino blanco, media lasagna, helado de chocolate de postre, y limoncello de bajativo. Pompeo, esta vez, se fue directo al vino y al postre, no quiso pasta. Agnese, en cambio, pidió media porción de lasagna, y su ingesta la acompañó con largos sorbos de vino, en los que inclinaba su cabeza hasta quedar mirando el cielo. Antes de que le trajeran helado de chocolate, uno de los mozos le quitó los restos de lasagna que habían caído en su ropa. Fue un gesto delicado y cariñoso, que representó mejor que en ningún otro momento la relación existente entre este matrimonio de italianos octogenarios y los trabajadores del San Marco.
Mis amigos, que durante años nunca se habían animado a cruzar una palabra con ellos, decidieron enviarles de regalo a su mesa una ronda de limoncellos. Pompeo se enteró del gesto y se puso de pie. Hasta allá fue Soledad a abrazarlos a los dos y a decirles que era un honor poder compartir ese momento. Pompeo habló entonces como no lo había hecho en todo el almuerzo: contó que vino de Italia en 1951, que amaba la libertad, que había arrancado de dictadores en Europa y se había encontrado con uno en Argentina, Perón, y que por eso cruzó rápido a Chile; que si había plata era para disfrutarla y gastarla. Después apuntó a su mujer y dijo: "Su pelo es suelto y natural, y antes era más lindo aún", a propósito del cabello de Agnese, que sonreía en silencio. Y luego se sentó, y se bebió casi de un sorbo el tercer limoncello de la jornada. Nos quedamos mirándolos, después que pagaron la cuenta con un cheque por un monto fijo que imaginamos viene hecho por una de sus tres hijas. Recogieron el vuelto, y nuevamente con ayuda de los mozos se fueron del lugar, lentamente, para subirse al taxi que a la hora señalada, poco menos de las tres de la tarde, los espera religiosamente, jueves y domingo, en la puerta del restaurante San Marco de Viña del Mar, para llevarlos al hogar de ancianos donde viven hace unos años.
Monday, August 11, 2008
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