La vida interior de Paul Auster
Por Tomás Eloy Martínez
Hace algunas semanas volví a ver al escritor Paul Auster en su casa de Brooklyn en Nueva York. Sigue siendo el mismo Auster al que conocí en 1991, tan desatento como entonces a la fama torrencial que le ha caído encima y tan fiel como siempre a sus rutinas de trabajo.Sólo en los últimos meses ha debido ocuparse de poner punto final a la producción de su tercera película, La vida interior de Martin Frost, y de la edición de las obras completas de Samuel Beckett, que le llevó un trabajo de locos. Sin embargo, su vida continúa como si nada pasara. Sigue escribiendo de 10 a.m. a 5 o 6 p.m. en la oficina que tiene a tres cuadras de su casa. Antes descansaba de media hora a 45 minutos para comer un sándwich. Ahora no se permite interrupciones, para que la historia no se le escurra de la imaginación. Come el sándwich en su escritorio o caminando de un cuarto al otro.Ya lleva escritas poco más de 100 páginas, en las que se advierten rumbos diferentes a los de la última novela, Viajes por el Scriptorium. Antes, sus relatos obedecían a una voz dominante. Ahora, las voces serán muchas, autónomas. Hay, sí, un narrador que sirve de eje a los múltiples hilos. Es viudo, tiene 72 años y vive con su hija divorciada y una nieta.Aunque Auster es tan renuente como siempre a hablar de lo que está escribiendo, algunos destellos de la historia se filtran en la conversación. Todo sucede en una noche. Su personaje, angustiado por la muerte de su mujer, yace insomne. En la cama, imagina relatos, recuerda. Va de la evocación de lo real a la búsqueda de lo imaginario. Hasta que, de pronto, descubre que él es la imaginación de otro, y que si quiere encontrar un lugar para sí mismo debe matar a la persona que lo ha creado.El tema parece la puesta en escena de una idea recurrente en las obras del escritor argentino Jorge Luis Borges, pero a Auster no le gusta Borges. En 1991 me dijo que su escritura le parecía "la de alguien que no ha madurado en la vida". Adhirió entonces al juicio de Vladimir Nabokov, para quien leer a Borges era como recorrer un palacio esplendoroso. Se avanza por los salones y no se puede creer en tanta magnética belleza. Parece un set de Hollywood. Detrás de tanta magnificencia todo está vacío.Le recordé esas opiniones de hace 16 años y las confirmó, aunque con menos énfasis que entonces: "Borges es... no sé cómo decirlo... un escritor menor genial. Sí, es eso: un escritor menor genial. Creo que su mayor fuerza radica en el hecho de que conocía sus límites. Ni siquiera intentó escribir novelas, no podía hacerlo. En cambio, perfeccionó aquello que sí podía hacer. No hay nada en Borges que ilumine, conmueva, aflija, golpee el corazón de los hombres".En 1991 la política ocupaba un lugar secundario en el pensamiento de Auster. Quizá no fuera así, pero su inquietud por lo que estaba pasando en los Estados Unidos era menos desolada y menos constante que ahora.Ya en otra conversación de hace un par de años, poco después de la publicación de su novela Brooklyn Follies, Auster no ocultó su angustia ante decisiones de la administración Bush que hacían pedazos las tradiciones americanas de igualdad ante la ley e introducían en la cultura de los Estados Unidos principios monstruosos, como la legalización de la tortura y del espionaje doméstico.Recuerdo que en aquella primavera de 2005 estaba amargado por el derrumbe internacional del prestigio de su país. "Mentir, omitir hechos, torturar, matar gente en guerras inventadas, ¿dónde está el patriotismo en eso?", me dijo, mientras caminábamos por Park Slope, el oasis de árboles y lagos artificiales que está cerca de su casa. "Sé que mi nación dista de ser perfecta. Los crímenes que cometimos en distintos lugares del mundo (por no hablar de aquí dentro, como la esclavitud y la sistemática masacre de la población indígena) son manchas en nuestra historia. Pero ahora nos hemos vuelto monstruosos ante el mundo en tan sólo cuatro años. El 11 de septiembre de 2001 la solidaridad internacional que nos acompañó fue enorme. Hoy nos odian en casi todas partes".Quizá para no oír la antipatía de fuera, los Estados Unidos se han ido aislando cada vez más. El aislamiento puede verse también como un signo del desinterés por la cultura que sienten sus gobernantes.Hace apenas 15 años, el Presidente Bill Clinton abrió las puertas a todas las artes. Él mismo era un lector insaciable, alguien que podía recitar de memoria párrafos enteros de Faulkner y el comienzo de Cien años de soledad. En el Presidente George W. Bush y en el vicepresidente Dick Cheney, el conocimiento pareciera, en cambio, equivaler a una pérdida de tiempo.¿Para qué saber cuando se tiene al mundo en un puño?Esa indiferencia es contagiosa. Auster lo percibe y lo lamenta: "Los Estados Unidos se han aislado tanto, que ya sólo están interesados en ellos mismos. La curiosidad por los demás se ha reducido. La cultura de los otros no se entiende y esa ceguera se traslada también a la política". Auster no ha dejado, de todos modos, que los conflictos del mundo se apoderen de sus personajes. El mundo los envuelve, como el capullo de una crisálida, pero los seres de sus novelas están sumidos en el amor y en los tropiezos con el azar. Sólo en Brooklyn Follies los desgarramientos de la realidad ascendían a un primer plano.La novela se cerraba a las 8 en punto de la mañana del 11 de septiembre de 2001, 46 minutos antes de que el primer avión se estrellara contra la Torre Norte del World Trade Center, en Manhattan. La historia había dado vuelta la página, pero en la ficción el aire seguía inocente y azul. Cuando me senté a conversar con él hace pocas semanas, el tema de la separación entre lo imaginario y lo real regresó una y otra vez a nosotros. Ambos convinimos en que si el arte crea historias y lenguajes, es porque la vida está lejos de ser perfecta. El arte permite a la especie humana ser lo que no se atreve a ser en la realidad, y a soñar con las cosas que en la vigilia parecen imposibles.La historia insiste en ser desastrosa, pero el arte siempre echará sobre ella una luz de felicidad.
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