La oficina
Por Francisco Mouat
Un día leí una crónica de Roberto Arlt que me hizo suspirar de envidia. Entonces yo trabajaba en un diario, cumplía horario y me sometía a las exigencias normales de cualquier empleado medianamente responsable. Arlt también trabajaba en un periódico, pero cuando escribió esa crónica ocupaba toda su jornada en escribir y corregir una de sus novelas con tijera, pegamento y un cerro de papeles sobre el escritorio. Creo que la novela era El lanzallamas. El jefe de redacción pasaba por su despacho a distintas horas, mañana, tarde y noche, y Arlt, con cara de poseído y una barba de siete días, no le prestaba mayor atención afanado en su libro que pronto debía entrar a imprenta. Una vez el jefe no se aguantó y le preguntó qué estaba haciendo, que escribía todo el día y no entregaba una nota para el diario ni por error. Roberto Arlt tuvo que decirle la verdad: "Querido jefe: estoy terminando mi novela, que sale a fin de mes a la calle". El jefe lo miró, canchero, y le dijo: "Bueno, escriba una nota sobre cómo se hace una novela". Arlt aceptó encantado la oferta y escribió la crónica de un tirón, muy buena por lo demás.El sueño del pibe. Cuando trabajaba en el diario La Opinión, había períodos largos en que Osvaldo Soriano no hacía otra cosa que meterle charla a sus compañeros de la redacción y organizar partidos de fútbol. Una vez Soriano publicó una nota policial tan buena sobre el pistolero Carlos Robledo Puch, que el director del diario lo comisionó para pensar grandes historias. Le aumentó el sueldo, dispuso una secretaria para que atendiera sus llamadas, exigió varias suscripciones a revistas internacionales de modo que el hombre estuviera informado y recogiera ideas (sin saber que no hablaba ni leía ningún otro idioma), pero al cabo de uno o dos meses verificó que Soriano estaba donde mismo: no se le había ocurrido nada, no había escrito una línea, difícilmente había hecho un llamado telefónico. Ese mismo día se acabaron sus privilegios. Para fortuna suya, no faltó el amigo que lo rescató y lo llevó a otra sección antes de que lo despidieran.Los tiempos han cambiado. No sé si ahora las redacciones son mejores. Sí sé que son más nerviosas, que hay mayores exigencias económicas que se hacen sentir de la mañana a la noche, y que es más difícil vivir como lo hacía Roberto Arlt cuando estaba a punto de terminar El lanzallamas.En algunas de estas cosas debo haber pensado cuando decidí mudarme de oficina. Dejé el horario fijo, me trasladé al escritorio de mi casa, y aquí me dejo acompañar especialmente por libros. Si no sucede algo extraño, la primera hora de la mañana es para leer. Para ser justo, debo decir que también las de la tarde y las de la noche las ocupo bastante en la lectura. Debo preparar clases, me digo. A ratos me ahogo. Y salgo a caminar lejos. No olvido un día de lluvia y frío de hace dos semanas, cuando disfruté a las cuatro de la tarde en el centro el mejor plato de lentejas que haya comido en mi vida. No había almorzado y la temperatura y el sabor de las lentejas dejaron huella en mi memoria. Hasta hoy parece que las vuelvo a olfatear, y no sé si alguna vez sentiré la misma emoción frente a un plato de comida.Mi nueva oficina guarda pequeños tesoros, viajes magníficos. Ahora mismo leo un aforismo de Canetti que debiera dejar impreso en una de las murallas: "Lee a fin de seguir siendo sensato y comprensible para sí mismo. De otro modo, ¡qué hubiera sido de él ahora! Los libros que tiene en la mano, que contempla, consulta, lee, son sus pesas de plomo. Se aferra a ellas con la fuerza de un infeliz que está a punto de ser barrido por un huracán. Sin los libros, no sabría cuál es su lugar, no podría orientarse. Los libros son para él compás, memoria, calendario, geografía".Según Roberto Arlt, lo único que tenemos que exigirle a un libro es que no nos aburra.
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