Fuente de soda
Por Francisco Mouat / franciscomouat@gmail.com
La víspera del fin de semana largo del 18, a la hora de almuerzo, subí por Bilbao sin rumbo fijo y pude oler el clima festivo que empezaba a respirarse en la ciudad. Ese viernes sólo los desdichados tendrían que trabajar durante la tarde. El prolongado feriado de cinco días que viviríamos a contar del sábado se anunciaba en pequeños detalles: una parrilla humeante en una vulcanización, la cervecería frente al Jumbo repletísima de parroquianos, la fuente de soda de mi barrio tentándome con sus chacareros en frica.
Yo tampoco tenía nada que hacer, salvo leer la nueva novela de Alejandro Zambra que acababa de comprar, La vida secreta de los árboles. Casi no había mesa disponible en mi fuente de soda. Santiago estaba volcado a la calle agitando los billetes del aguinaldo como si fueran pañuelo cuequero. Encontré un espacio al fondo, muy cerca de la cocina, después de esquivar las mesas de la terraza llenas de oficinistas apurando cervezas, botellas de tinto, pollos asados, sándwiches, completos.
Me gustan las fuentes de soda. Desde siempre, desde cabro chico. Tienen un embrujo especial. Me gusta la expresión relajada que se respira en sus mesas carentes de toda pretensión. A diferencia de los restaurantes, más propensos a camuflar nuestro lado salvaje, las fuentes de soda exponen la vida sin mayores complejos. Las que más me gustan son aquellas en donde no hay televisor ni música estridente. Sólo el bullicio natural de la gente que habla y habla, traga y traga, y a ratos no hace nada y mira por la ventana cuando hay ventanas.
Carlos León decía que había voces de bar y voces de café, y que la suya, por supuesto, era una voz de café, porque bebía poco y hablaba a media voz: "En los bares, el ruido de cachos, las risas estentóreas de los parroquianos y hasta algunas cantatas surgidas de broncas gargantas exigen voz de mando y oídos recios".
Leí la primera mitad de la novela de Zambra sin mayores distracciones, acompañado de sorbos regulares de un schop bien helado. En la mesa vecina, una pareja y su hija de unos tres años almorzaban carne con papas fritas. Lo que más parecía preocuparles a los padres era que la niñita –que se paraba a cada rato de la mesa– no saliera a la calle. Estaban en eso cuando la mujer, joven y guapa, le preguntó al hombre si la acompañaba a buscar no sé qué a la casa de fulanita. "No", le contestó él secamente. Ella trató de convencerlo, pero él, que no parecía hecho para ella, que además tenía naturalmente cara de pocos amigos y casi la doblaba en edad, se mantuvo en su posición y remató: "¿Estás loca?".
Se acabó la fiesta dieciochera en esa mesa. El ambiente entre los dos pasó a cortarse con cuchillo. Pedí un segundo schop y traté de concentrarme nuevamente en la novela de Zambra, en la historia de Julián que espera durante la noche el regreso a casa de su pareja, Verónica, mamá de Daniela, la niña a la que Julián hace dormir contándole cuentos de la vida privada de los árboles.
Pero el silencio metálico de la mesa vecina me vencía. El hombre pidió la cuenta haciendo un gesto con la mano y ella le disparó en su cara: "De ahora en adelante, me preocuparé de mí y de mi hija, y de nadie más. Esta es mi nueva vida". La mujer, sin perder un ápice de su belleza, tomó a la niña en brazos y se fue, sola, sin él.
Volví al libro, a sus últimas páginas. El novelista había escrito al comienzo que le pondría punto final a la novela cuando regresara Verónica o cuando él estuviera seguro de que ella no volvería. La otra novela se estaba escribiendo en la fuente de soda, y nadie sabría dónde terminarla. Ella se fue caminando. Él se fue en auto. Ella se fue con su hija. Él aceleró fuerte por Tomás Moro, seguramente sin rumbo. ¿Dormirían juntos esa noche? ¿Regresaría Verónica a la casa con Julián?
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