Sunday, September 02, 2007

EL COMELIBROS
Bogotá 39
Por Álvaro Bisama

Dos imágenes -desechables o imperdibles- de Gabriel García Márquez, santo patrono colombiano, que olvidé casi inmediatamente, metido en el tráfago de Bogotá 39: la primera es el destello de un aviso televisivo que vi de madrugada en el Hotel Suite Jones, donde estaba alojado; ahí, la CNN promocionaba un especial sobre los 25 años del Nobel de Gabo; la segunda es una foto, desplegada en una exposición en la biblioteca pública de El Tintal (que antes había sido una planta de tratamiento de desechos y que ahora era un recinto inmenso dedicado a la cultura), donde García Márquez miraba a la cámara y levantaba el dedo del medio.Por supuesto, no sé si a los autores que fuimos invitados para Bogotá 39 nos importara mucho Gabo, pero a mí esas imágenes me sirvieron -por un rato- para recordar dónde estaba: en un encuentro de escritores donde podía mirarse -gracias a ese corte transversal- una foto de un presente inequívoco de la literatura latinoamericana.No voy a narrar aquí con detalle lo que pasó, pero sí voy a señalar que la costumbre colombiana de mantener al invitado con el vaso siempre lleno resume, además de la increíble acogida de nuestros anfitriones, la intensidad de los cinco días que duró el evento. Más pistas dispersas: tres o cuatro actividades por jornada, entrevistas televisivas, la salsa sonando en vivo y a todo volumen, micros que parecían naves espaciales, conversaciones extendidas hasta la madrugada, la imaginería colonial del santuario de Monserrate, las preguntas transparentes pero complejas del público.Así, en Bogotá se produjo un vértigo feliz y ligeramente ebrio, asorochado. Si es por lo que escuché ahí, la literatura latinoamericana está en buenas manos. Por supuesto, es imposible pensar que los efectos de Bogotá 39 sean instantáneos. La antología de relatos de quienes estuvimos, la revista que contenía nuestros making off personales, amén del volumen con la reproducción de las primeras páginas de los libros de los participantes son documentos de una vida literaria confusa y sorprendente; señales de vida obligatorias que anticipan un futuro insondable donde es posible leer -más como una actitud que como una utopía- cierta épica generacional: poéticas y voces y obsesiones dibujando disímiles paisajes de un territorio que podríamos reconocer como una comarca común. Tal vez eso fue Bogotá 39, más que una lista de autores, una especie de lingua franca pronunciada desapegada de cualquier divismo ("Carencia de ego", la llamó el peruano Daniel Alarcón) puesta al servicio del diálogo mientras se intentaba contestar una pregunta común: ¿qué significa hoy por hoy ser escritor en Latinoamérica?Las respuestas puntuales (disímiles u obsesivas) a esa interrogante habrá que buscarlas en los libros de los participantes. Los presentes y los futuros. Pero también en el paisaje de Bogotá, una ciudad que algunos apenas fuimos capaces de entender. Porque Bogotá, en tan poco tiempo, no sólo lució como una metrópolis de puntos cardinales revueltos, donde el vidrio y el metal cromado convivían con la selva y los ladrillos, sino un lugar donde reinaba una calma algo tensa que avisaba una guerra pasada o venidera. Entre las montañas y el cielo, la ciudad se ofrecía como una sucesión de identidades e imágenes dispersas que, acumuladas, sintonizaban con las señas de una América tan real como literaria. En cierto modo, todas las ciudades de algunos de nuestros libros podrían llegar a ser (o son) la Bogotá que visitamos. Un lugar lleno de shopping centers, armas automáticas, pasados coloniales, cuadros de Bacon y Botero, con fantasmas que iban de Gabo a Bolaño; en síntesis: una ciudad vuelta un espejismo o una ficción a la que todos los que estuvimos ahí queremos volver -en sueños o leyéndonos- una y otra y otra vez.

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