Sunday, September 02, 2007

La Columna de Juan Villoro
La salud de los fantasmas

Cuando todavía se escuchan los homenajes a Elvis Presley, el narrador mexicano plantea las contradicciones de quien cambió la cara del rock'n roll.
El 16 de agosto de 1977 el saturado corazón de Elvis Presley dejó de latir. Minutos después, su fantasma fue avistado comiendo helado de fresa. Así comenzó una leyenda que afecta a millones de personas meramente reales.Ningún otro ícono pop ha alcanzado tan consistente dimensión de espectro. Las estaciones de radio suelen recibir llamadas de alguien que acaba de ver al Rey en un sitio improbable (todos lo son, tratándose de un recluso que rara vez abandonaba Graceland, su refugio de 23 habitaciones) y pide que, si no creen que vio al hombre de las patillas, al menos transmitan Don't be cruel.A veces, quien llega entre la bruma con el pelo encrespado no es el Elvis de ultratumba sino un doble. Nadie ha contribuido tanto a la clonación por motivos culturales: abundan los replicantes que invierten sus ahorros en un traje azul celeste con incrustaciones de vidrio para copiar al ídolo que cambió la historia con un golpe de cadera. En Las Vegas se puede contraer matrimonio ante un sacerdote disfrazado de Elvis; el arte del paracaidismo circense le debe mucho a los Flying Elvis, y hay concursos femeninos para buscar a la chica más parecida al Rey.El planeta entero es escenario de apariciones que recuerdan a un profeta de voz excelsa y gusto horrible. Los peregrinos a Graceland son feligreses de un culto que perdura gracias a sus múltiples contradicciones.Elvis renovó la música apropiándose con sensual descaro del ritmo que hasta entonces era patrimonio de los negros. Gracias a los movimientos de electroshock que le valieron el apodo de Elvis Pelvis, una voz que acariciaba la escala sonora y descendía por ella como un surfista por una ola, y el excepcional repertorio de los race records (discos para la gente "de color"), el joven que parecía condenado a trabajar de camionero se transformó en repentino amo del universo: a los 22 años comenzó a edificar Graceland, su imperial mausoleo; poco después recibió la visita de cuatro ingleses que querían su autógrafo y comenzaban a triunfar bajo el nombre de los Beatles.Elvis llegó como el heraldo de la nueva tribu urbana. Hasta aquí, su historia se escribe como la de un portentoso iconoclasta. "No hay segundos actos en la historia americana", escribió Fitzgerald. El lado B de Elvis narra un deterioro.Una vez en la cima, protagonizó las películas más absurdas, cantó canciones folclóricas, bailó danzas hawaianas, hizo declaraciones racistas, aceptó ser reclutado para la guerra y encontró su santuario en los templos de plástico de Las Vegas.Contada así, su carrera parece la de un intrépido que se arrepiente de su propia fuerza y claudica ante el star-system. Pero los reyes son más raros.Elvis nunca pudo ser convencional. El chico bueno administrado por el Coronel Parker, que pagó una grabación amateur (My Happiness) para regalársela a su madre y firmaba sin discutir contratos con la Sun Records, tenía un alma oscura que acabaría por devorarlo. En enero de 1956 Heartbreak Hotel lo situó como el mayor ídolo de masas de la posguerra y le permitió la primera de sus adicciones: las chicas caucásicas de siluetas fabulosas (nunca una negra, menos una mexicana: el Rey hizo explícito su menú racial).Nacido en 1935, en los campos pobres de Mark Twain, Elvis enfrentó su éxito con voracidad. Ninguna adicción le fue ajena. Como le bastaba tronar los dedos para conseguir un pizza de avestruz, el capricho fue para él la forma elemental de la espontaneidad.A los 35 años era un coloso relleno de barbitúricos. El sobrepeso no lo alejó de las tablas, pero lo hacía sudar tanto que contrató a un mozo para sus toallas. La ración de anfetaminas y ansiolíticos, y el encierro en Graceland, hicieron que su paranoia se inflara como su cuerpo. Llegó un momento en que sólo soltaba su pistola para comer, pero la dejaba en la mesa como un cubierto.Carburado en exceso, Elvis murió a los 42 años. Cantante insólito, traidor a su rebeldía, consumidor suicida, devoto y víctima de la fama, tuvo muchas vidas breves en su enorme cuerpo. Su astillada personalidad lo singulariza, pero la devoción que suscita se debe a algo más: el monarca supo inventarse un reino; fue el primer magnate en asumirse como un artificio de parque temático.Su pésimo gusto resultó su mejor aliado, una estrategia para ponerse a salvo de su época. ¿Quién más vive en un palacio forrado de terciopelo y viste trajes que no parecen imaginados por un sastre sino por un repostero?Todo en Elvis fue extragrande: desde los pañales que usó en sus incontinentes años finales, hasta las tres televisiones que veía al mismo tiempo con mirada insomne.Pero lo más sorprendente ocurrió después de su muerte. No se puede sentir nostalgia por su partida porque el regreso lo disminuiría. Su posteridad depende de la legión de imitadores, fetichistas y fieles que lo engrandecen al visitar su casa en Memphis.El 8 de enero de 1935 dos gemelos nacieron en East Tupelo, Mississippi. Uno murió en el parto y otro sobrevivió para ser Elvis Aaron Presley. El cantante dejó atrás la huella del hermano perdido, el doble que no llegó a existir, hasta que, ya sin fuerzas, comprendió que sólo podía perdurar con la ayuda de otros dobles, los que hoy cantan por él.Los fantasmas son sociables.Nacido en 1935, en los campos pobres de Mark Twain, Elvis enfrentó su éxito con voracidad. Ninguna adicción le fue ajena. Como le bastaba tronar los dedos para conseguir un pizza de avestruz, el capricho fue para él la forma elemental de la espontaneidad.

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