"La vida de los otros" Costosa perfección
Por Ernesto Ayala
En la película "La vida de los otros", hay infinidad de planos bien compuestos, iluminados de maravilla, correctamente significativos, pero la mayoría de ellos son estrictamente funcionales.
La vida de los otros es una película aparentemente perfecta y, sin embargo, algo en ella no huele del todo bien. La cinta, que ganó el Oscar a la mejor película extranjera este año y que ha sido aclamada casi universalmente por la crítica mundial, tiene como protagonista al capitán Wiesler (un notable Ulrich Mühe), oficial de la Stasi en la República Democrática Alemana a mediados de los ochenta, profesor también de la academia de la Stasi, que se ofrece como voluntario para espiar a Georg Dreyman (Sebastian Koch), un apreciadísimo poeta, único escritor no disidente que, sin embargo, "aún es leído en occidente". El capitán Wiesler, un burócrata perfecto, frío, imperturbable, que interroga con la aplicación de un ingeniero, verá, sin embargo, cómo su esquema mental comienza a cambiar al seguir de cerca a Dreyman y su bella pareja, la actriz Christa-Maria (Martina Gedeck).Fluidez y precisiónComo thriller, La vida de los otros funciona con una fluidez y una precisión que se ve muy de cuando en cuando. Alejada de la aridez comúnmente asociada al cine europeo más exigente, la cinta captura y seduce desde sus primeros minutos. No sólo tiene ritmo, giros inesperados y pequeñas cuotas de humor negro, sino que su reconstrucción de época es apasionante. Aquellos días en que millones de personas vivían bajo el socialismo real están tan cerca y sin embargo se ven tan lejos; parecen una prehistoria del mundo Paris Hilton en que vivimos hoy. Posiblemente gran parte de sus méritos, que se sienten aún más extraordinarios cuando sabemos que se trata de la ópera prima de Florian Henckel von Donnersmarck, director alemán que tenía apenas 33 años cuando la dirigió, están en su guión, también de Von Donnersmarck. El guión de La vida de los otros es un mecanismo aceitado y preciso, donde cada pieza tiene su lugar, cada escena su razón de ser. Incluso el final, donde la cinta se alarga más allá de lo necesario, en un cierre donde se lee un intento algo fácil de cerrar heridas con el pasado alemán, también puede verse como una compulsión por atar hasta el último cabo suelto, por dar el broche perfecto al guión perfecto.La solidez de este guión cobra, sin embargo, sus costos. O, si se quiere, termina como un blindaje contra debilidades. La película está tan meticulosamente armada que deja muy poco espacio para lo auténticamente cinematográfico. No hay en La vida de los otros casi momentos arbitrarios, espacio para la contemplación y la pausa o terreno para la ambigüedad de la que la vida está constantemente hecha. Hay infinidad de planos bien compuestos, iluminados de maravilla, correctamente significativos, pero la mayoría de ellos son estrictamente funcionales. Incluso aquellos planos y secuencias que son supuestamente emotivos parecen calculados, cronómetro en mano, para emocionar. Von Donnersmarck es un riguroso hijo de Hitchcock, pero sólo en su pulida forma, no en su denso y sexual fondo.En su elaborada arquitectura, la cinta de Florian Henckel no deja casi margen para que se cuelen verdades sutiles o no tan sutiles. Quizás, por lo mismo, la película no logra convencernos del todo respecto de cómo el capitán Weisser, riguroso, ascético y profundamente socialista, se cambia de bando. ¿Se enamora de Christa-María? ¿Lo transforma la música y la poesía que le llega por osmosis? Tampoco logra sacar de su actitud cool, siempre precisa, sensata y a la vez sensible, a Dreyman, como si el poeta fuera la encarnación misma del noble espíritu del arte.EN SÍNTESISLejos de ser la gran película que muchos aseguran, La vida de los otros, último Oscar a la mejor película extranjera, es de los buenos entretenimientos que hemos recibido este año.
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