Thursday, August 16, 2007

Las novelas y el amor Rafael Gumucio

Como muchos lectores de más de treinta años, prefiero una y otra vez leer libros de ensayos, biografías, entrevistas o reportajes a leer novelas. Disfruto aún de ellas intensa y totalmente, cuando me aventuro, en contra de mis propios resquemores, en una ficción inesperada que se cuela entre los libros de mi velador. Si aguanto con felicidad los primeros párrafos, en que alguien que no conozco se despierta en una cama que no conozco, las novelas me cambian la vida y me alucinan como pocos libros de ensayos pueden hacerlo. Leer un volumen de cuento, en cambio, me es cada vez menos placentero.En esta misma página defendí con ardor la ficción, y volvería a hacerlo sin dudarlo, aunque no puedo tampoco dejar de confesar que hay algo ligeramente indecente en alguien de más de treinta años que lee solamente novelas. El lector de cuentos y narraciones es generalmente pasada una cierta edad un ser con el que es difícil conversar sin sentirse un poco abismado, sin dejar de compadecer a este pobre señor que tiene que aprenderse tantos nombres ficticios y tragar tanta información innecesaria. La lectura rabiosa de ficciones e historias es un vicio, como la cinefilia (o conocer los nombres de todos los músicos que pasaron por el mismo grupo de rock), condenadamente juvenil, que cuando se prolonga demasiado tiempo es el síntoma de algún eslabón perdido en alguna parte. Sobre ese eslabón perdido escribió Cervantes alguna vez: El retrato de un vejete que comete la indecencia de leer novelas a una edad en que se debe leer ensayos o no leer nada y acordarse de lo vivido y leído; o a lo más escribir en sus tiempos libres la historia de un viejo tan lateado, tan poco interesante, que pasaba lo mejor de su tiempo leyendo novelas de caballería que terminó por confundir con la realidad.El Quijote, nos cuenta Cervantes, no es un buen lector, no sólo porque confunde la realidad y la ficción, sino porque al leer tanta ficción, tan voraz y desordenadamente, prueba ser incapaz de disfrutar en su verdadero misterio los secretos de la ficción misma. El que ama las novelas, y las películas, aprende con los años que es imposible vivir realmente, intensamente, más de tres o cuatro de ellas al año. Sucede como en el amor, es normal, es hasta sano, enamorarse a los quince años todos los días de distintas mujeres. Así también es normal leer todo Dostoievski, y todo Celine, y todo Proust a los diecisiete, pensando que en cada nuevo libro está la verdad, que cada beso es el definitivo, que cada romance te va a llevar fatalmente al altar y a la felicidad perpetua. Con los años algunos, decepcionados por las infidelidades y las miserias de la pasión, se vuelven cínicos, otros simplemente aprendemos en qué consiste el amor, y de qué están hechas las mujeres. Saber eso, disfrutarlo, temerlo, no nos permite ya la magia de enamorarnos cada semana, como no nos permite creer que en cualquier tomo está encerrada toda la verdad que nos salvará del aburrimiento. Aleccionados por la vida, y la experiencia, nos enamoramos cada vez menos, una vez cada década, o una vez para toda la vida, pero disfrutamos de ese amor prolongadamente, aligerando la carga de la fidelidad conyugal con breves escarceos en el mundo de los ensayos, la biografía, los epistolarios, y los reportajes, libros amigos, no amantes, que no nos piden lo que nos pide nuestra esposa; la fe que suspende la incredulidad. Libros que no nos obligan, como nos obligan las novelas y el amor, a completarlos con nuestros propios recuerdos y vivencias.La ficción novelesca nos pide lo mismo que el amor. Los franceses llaman Roman a las novelas, palabra de la que viene nuestra castiza palabra romance. Las novelas pueden hablar de los más diversos temas, sobre los más diversos mundos, son siempre finalmente novelas sobre el amor. No porque nos hablen de besos, de abrazos o de divorcios, sino porque el mismo acto de leerlas, de seguirlas, nos enseña los limites y las reglas del amor. Nos ahorra también el esfuerzo de amar innecesariamente, nos entrega un manual de uso para esta metamorfosis que se llama el amor, nos muestra los pasos y los impasses de este extraño tipo de fe que se supone cree en cosas eternas e infinitas y al mismo tiempo nos enseña, como nadie en el mundo, lo finito, lo perecedero, lo temporal que es todo lo eterno en este mundo.Elías Canetti dice que todas las novelas hablan de una sola cosa: la metamorfosis por la que todos los seres humanos somos llamados fatalmente a atravesar. La lectura de una novela implica en sí una metamorfosis, no somos nunca los mismos al terminarlas. ¿A qué otra metamorfosis, a qué otra transformación total y completa tenemos derecho si no es al amor? Ese enemigo, esa salvación, esa especie de muerte y esa especie de resurrección, que necesita para entrar en nuestras carnes y transformarlas, de adormecernos contándonos un cuento, de anestesiarnos a punta de historias.

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