EL COMELIBROS
Releer
Alvaro Bisama
Le escuché decir a Patricio Jara hace unos días: "El verdadero acto literario es la relectura". Completamente de acuerdo. A veces, cuando uno mira hacia atrás, los libros son lo más vívido de ese territorio inquieto que es el pasado. Leer, recordar fragmentos, escenas, imágenes de portadas o citas citables puede ser el camino ideal para recomponer lo olvidado. Pero lo anterior, que suena a epifanía también luce como las notas de un hipotético y nervioso escenario de guerra, de aquel lugar extraño e irreconocible que fue uno mismo.Pensé en esa clase de confusión -la de recordar nuestras acciones como si las hubiera realizado otra persona- la semana pasada, cuando terminé de releer La dalia negra de James Ellroy, en la nueva y flamante versión que ha publicado Ediciones B. Me la devoré en tres días. No ha envejecido nada. Está ahí la misma sensación térmica de ese horror frío -que sólo ciertas ciudades falsas pueden proyectar- que sentí hace más de diez años, cuando me enfrenté a esa historia de crímenes por primera vez, en una impresentable edición pocket con cubierta metalizada que se destruyó casi sola con el tiempo. Lo extraño es que ese mismo día -o más bien esa misma noche- vi de nuevo en la televisión "La ley de la calle" de Coppola, basada en una perfecta novela breve de S.E. Hinton. Idéntico efecto: tanto la novela de Hinton como el filme los disfruté originalmente en los mismos días en que descubría a Ellroy, que se me volvió en aquel tiempo un autor y una consigna secreta.De vuelta a la cinta, vi detalles en los que no había reparado: el humo circulando entre los personajes; el aura que prefigura una tragedia ya anunciada distraídamente en la banda sonora de la película; en esos acordes que no llegan a desarrollarse, reggaes etéreos, frases sueltas que suenan a canciones perdidas que conocemos pero no podemos identificar.Pero me desvío. Hasta hace unos días yo recordaba a Coppola/Hinton y a Ellroy y nunca me había dado cuenta de que pertenecían a un mismo club. En esas obras, la épica había sido destruida para convertirse en melodramas protagonizados por almas perdidas, deambulando en un purgatorio -aquella ciudad sin mar de "La ley de la calle" y Los Angeles en La dalia negra- esperando por un cielo imposible, una especie de redención que sólo llegaba en los minutos o páginas finales. Ambos objetos, por cierto, no se parecían en nada pero sí convivían en mi memoria como obras hermanas: los pedazos de una década desaparecida y aparecida de nuevo.Por ahora, encuentro, sin querer, una moraleja ahí: releer es útil pero también puede ser peligroso. Porque los libros, sin querer queriendo, son los mejores espejos que hemos creado. Nos vemos de cuerpo entero -un cuerpo algo falso e ideal, parecido a un ectoplasma- y a veces no nos reconocemos. Y esa sensación a veces dura días o segundos pero está ahí. Porque a ratos, como lectores, nosotros mismos nos convertimos en fantasmas. Volvemos a contemplar lo perdido. A veces, eso puede tener que ver con nuestra biografía. A veces, simplemente con habitar casas o pueblos ajenos construidos con la palabra. Ahí, sonreímos para apoyarnos en muros que no existen mientras miramos historias que ya conocemos de memoria. Aún así, cerramos los ojos instintivamente cuando debemos hacerlo. Y los abrimos de nuevo. Ahí, releemos, mientras contemplamos en esos pueblos imaginarios los cadáveres de divas muertas que creímos conocer o miramos, sobre elegías dibujadas como grafitis, la sombra de un motociclista escapar feliz y desesperado hacia el futuro, que debiera parecerse a la nada o a un mar de destellos cromados.
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