Monday, August 27, 2007

Chile es otro planeta

La recta TV

Por Cristián Warnken

¿Existía la realidad antes de que existiera la televisión? Sí. Las teleseries, para los griegos, eran los poemas épicos, y para los habitantes del antiguo Chile rural, ese lugar lo ocupaban las leyendas folclóricas y los mitos. Diego Dublé Urrutia, el poeta, describe muy bien esos momentos de comunión -en días en que el viento se colaba por los vidrios rotos de viejas casonas de adobe- entre el narrador y sus oyentes: "Soñé que era muy niño,/ que estaba en la cocina,/ escuchando los cuentos de la vieja Paulina./ Nada había cambiado: el candil en el muro,/ el brasero en el suelo/ y, en un rincón oscuro,/ el gato dormitando (...)/ Nosotros, los chiquillos, oíamos el cuento/ sentados junto al fuego".
Cuando llegó la TV, todo cambió, para bien y para mal. Recuerdo el día en que el hombre llegó a la Luna, y todos los niños de mi cuadra nos arremolinamos en torno a la caja azul de la vecina -el único televisor del barrio- a ver a los astronautas dar los primeros pasos y decir las emocionadas palabras que todo explorador dice al fundar un lugar. La primera imagen que tengo de la televisión es una imagen épica y extraterrestre. Hoy, la televisión es un gran "reality show" de la vida común y corriente de miles de hijos de vecino, encerrados en sets "irreales".
Pero al encender la televisión este lunes en la noche, tuve la sensación de que un extraterrestre se había apoderado de la pantalla chica, y enviaba señales desde otra parte. Algo inaudito se instalaba de pronto entre lo abyecto predecible y lo histérico farandulesco. ¡Alguien se había salido del guión y nos estaba invitando a una gran fuga masiva! Las historias de la serie "La recta provincia" ponían ante nuestros ojos personajes muy familiares, giros y modismos del Chile profundo, pero todo desde una extrañeza radical, que nos hacía volver a los "días de campo" como extranjeros, como extraterrestres que por primera vez vieran y oyeran caer una gotera, hablar al "coludo", cantar al payador.
Es que Raúl Ruiz es un narrador extraterrestre, que nos cuenta el mismo cuento de siempre, pero desde otro lugar, bañándolo con la luz auroral que sólo los grandes poetas pueden poner sobre las cosas. Todo en esta serie es muy chileno, pero a la vez muy extraño. Es que Chile es extraño, y no nos damos cuenta. Ruiz es nuestro Homero, y la musa a la que invoca es la Mnemosyne "chilensis", el recuerdo de las historias con que sus abuelos de Mulchén y Chiloé infestaron su memoria virgen de niño de un Chile que ya se fue. Chile de formas, de ademanes, de una precisión y elegancia en el lenguaje extremas, Chile triste y fiestero, Chile laberíntico. En ese Chile, la única manera de vivir era "a la que te criaste". Tierra delicada, ladina, fantasiosa, de seres no contaminados por el apuro y el arribismo que nos ha reducido a ser un país entretenido y tonto, mal educado, que quiere hacerlo todo a la rápida, sin tiempo. En Chile había tiempo, por eso se cultivaba la religión de la amistad, el arte de la paya, las conversaciones en bares sagrados, en interminables tardes polvorientas. Y eso sólo lo puede narrar alguien poseído por el éxtasis y la ebriedad de la antigua juglería.
Porque el cuento de Chile es el cuento de nunca acabar, y eso lo sabe Ruiz, y todo aquel que ha querido acabarlo en modelos narrativos "europeos" ha terminado por matar la vida que venía de nuestra oralidad y que -salvo los poetas- muy pocos narradores han podido trasvasijar a lo escrito.
Me alegré de saber que esta "recta provincia" haya logrado convocar en torno al fuego de la TV a más oyentes náufragos que lo que se pensaba, vidas que han extraviado su cuento en estos años y que, diezmados por la irrealidad de la TV, vuelven a encontrarse en el hechizo del "había una vez...".

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