Thursday, November 19, 2009

Roberto Merino
Domingo 11 de Octubre de 2009
Persiguiendo el presente

El presente parece estar hecho de movimientos demasiado fugaces. No tiene una consistencia definida, como alguna vez lo insinuó Montaigne. El largo viaje del día hacia la noche nos proporciona un repertorio a veces inasimilable de situaciones, emociones, informaciones. Terminamos la jornada —que paradójicamente pasa muy rápido— como si fuéramos una persona distinta de aquella que se levantó en la mañana ya remota.
En general, las novelas —al menos las de tono intimista y densidad literaria— lanzan las redes hacia el pasado para establecer un punto de partida. Mirar la propia vida o la vida en general desde una cumbre imaginaria nos permite procesar los hechos a través de una síntesis. Contamos, en este sentido, con la ventaja de que la memoria es parcial, defectuosa y que, como el espíritu, “sopla donde quiere”.
Sería fascinante poder escribir una novela sobre el presente chileno duro, de primera fuente, el que pasa día a día y que nos deja el efecto confuso de la fanfarria de una murga que se aleja. Es claro que una categoría semejante rebasa la actualidad radicada en los diarios y en los noticieros, y que para realizar este propósito habría que abandonar cualquier actividad que no sea la de registrar la realidad tal como aparentemente se presenta.
Pero, como decía, hay un desajuste de velocidades entre los hechos y la escritura. Todo lo que estoy percibiendo en este momento —gente que se cruza con los autos en una calle que veo en el reflejo de un par de puertas de vidrio, el sonido acompasado de un bombo por allá lejos, ruido de tazas entrechocando en unas bandejas, frases sueltas, pedazos de canciones— ya no es lo mismo en el momento siguiente.
Diría incluso que el diario de vida, un formato que supone cierta instantaneidad, siempre está marcado por la retrospección, y da la impresión de que sus cultores eligieran la noche para hacer la recapitulación diaria de sus existencias privadas.
Registrar y recordar se nos antojan iniciativas muy distintas en su espesor emocional y su estructura. Sin embargo, al paso de los años y de los siglos los productos de la memoria y de la observación directa no tienen mayor diferencia. Leemos a Saint-Simon y a Boswell y no nos resulta relevante que uno escribiera con cierta distancia y el otro sobre la marcha ansiosa de los sucesos diarios. Más bien los buscamos por la serenidad y el temblor con que uno y otro nos hablan de la vida.
Yo no dejo de salir todos los días a las calles concurridas, para perderme un poco en ellas. Obedezco a la necesidad de constatar que las múltiples cosas del mundo, en su ajetreo inaprehensible y sus vanos fulgores, siempre siguen en su sitio. Los cambios profundos simplemente no los vemos aunque sucedan a dos centímetros de nuestros ojos. Poder clasificar los cambios es equivalente a envejecer.



Crítica de cine
Domingo 03 de Mayo de 2009
A propósito de Eastwood y Woody Allen: Inevitables limitaciones
Ernesto Ayala
¿Qué tan amplio puede ser el registro de un artista? ¿Qué tanto puede expandirse sin repetirse a sí mismo o, en el otro extremo, perderse en una búsqueda infértil? Ahora que los grandes cineastas de los setentas están envejeciendo sin que se vislumbren todavía nombres de reemplazo –al menos en Hollywood–, es interesante ver hacia atrás y darse cuenta de que su obra, con sus cumbres, nunca llegó a ser todo lo amplia que imaginamos. Después de más de diez años de silencio, hace poco Coppola volvió a filmar, pero a juzgar por el resultado –Youth without youth (2007)– es difícil creer que este cineasta volverá a estar a la altura del El Padrino 1 (1972) y 2 (1974), de Apocalipsis ahora (1979), de Golpe al corazón (1982) o de La ley de la calle (1983), películas todas que hizo antes de cumplir 45 años.
Scorsese, en tanto, ha permanecido ciertamente activo y, sin embargo, El aviador (2004) o Los infiltrados (2006), no son comparables a sus logros de finales de los setentas y principios de los ochenta, cuando sacó Calles peligrosas (1973), Taxi Driver (1976), El toro salvaje (1980) y el Color del dinero (1986) en un período de 14 años, además de otras películas notables. Peter Bogdanovich fue mucho menos prolífico y su obra se disolvió, o diluyó, mucho antes. Con el estreno de Vicky Cristina Barcelona, vemos que Woody Allen sigue filmando una película al año o cada dos, pero ya nadie espera un Manhattan (1979), un Zelig (1983), un Crímenes y pecados (1989). Incluso un alma más inconformista como David Lynch, que tiene tanta aversión a repetirse y cree que puede volver a inventar la narración, termina por hacer algo intragable como Inland Empire (2006).
Eastwood empezó más viejo y por eso, quizás, ha durado hasta más tarde. Su primera película más personal podría ser Breezy (1973), que filmó recién a los 43 años de edad, pero su auténtico periodo dorado, por así decirlo, comienza recién en Bird, en 1988. Las carreras de Blake Edwards o John Cassavetes, con todo lo incomparables que resultan, tienen esto en común: sus mejores películas, sus películas indispensables, no ocupan más que los dedos de una mano. A Cassavetes, quizás, habría que darle media mano más.
Este resumen es rápido y algo arbitrario, pero mirar a estos viejos conocidos nos recuerda que incluso los directores más enérgicos, más prolíficos o más intransigentes no tienen tantas películas adentro. Esto ya es algo conocido entre los novelistas. Con la excepción de auténticos fenómenos de la naturaleza como Tolstoi, Balzac, Dostoviesky o Stendhal, son muy pocos los escritores que pueden jactarse de mostrar más de tres o cuatros novelas realmente importantes. En el cine, esos monstruos son también escasos: Ford y Renoir, por cierto, y quizás Hawks, Lang, Chaplin o Keaton.
¿Esto es lo máximo a que puede aspirar un mortal? ¿A cinco películas valiosas? ¿A cinco novelas? ¿No es acaso muy poco para una vida de aprendizaje, esfuerzo y sufrimiento? ¿Para qué esforzarse tanto si, con mucho trabajo y algo de suerte, toda la obra apenas llegará a ocupar un pequeño lugar en la historia?
No es necesario entrar a especular en las motivaciones de un director de cine o un novelista. Asumamos que hacer cada película o novela es lo suficientemente estimulante como para hacer valer el viaje. Pero recordemos, sí, que lograr una película –novela– auténticamente notable es un suceso espléndido, un triunfo mucha veces épico o inesperado, en cualquier caso, una auténtica felicidad para la humanidad. La cartelera chilena recibe apenas cinco o seis buenas películas cada año. Con todo, una sola cinta poderosa justifica 30 o 40 cintas olvidables. Una sola le da sentido al montón. Incluso se puede ir más lejos: el montón es necesario para que nazca lo brillante. Es una extraña manera de mostrarse. En torno a la belleza hay una cuota de misterio que posiblemente ni siquiera los mismos autores de esas obras extraordinarias podrían explicar.




Ascanio Cavallo
Sábado 19 de Septiembre de 2009
Cine: Dawson, Isla 10


Miguel Littin es uno de los cuatro directores chilenos –con Raúl Ruiz, Patricio Guzmán y Pedro Chaskel– que han estado haciendo películas por más de 40 años. Este solo dato le garantiza un estatuto singular dentro del cine nacional. También es uno de los pocos que vivió desde dentro el proceso de la Unidad Popular y la caída de Salvador Allende. Su visión de esa tragedia está redondamente planteada en Los náufragos (1994), la primera cinta que hizo en Chile después del exilio.
En Los náufragos, una familia rural constituye la metáfora del golpe de Estado de 1973, y su figura central es la del “gran padre generoso”, el modo en que Littin conceptualiza al Presidente Allende.
Quince años más tarde, en Dawson, Isla 10, Allende es todavía el padre simbólico de los ministros y dirigentes de izquierda recluidos en el gélido paralelo. Pero es también algo más extraño, más mitológico y acaso más esotérico, una presencia fantasmal que cruza no sólo la historia narrada, sino la película misma, su textura y su visualidad.
El momento más extraño se produce cuando el capitán Salazar (Alejandro Goic) anuncia a los prisioneros que serán llevados a Puerto Williams y, antes de retirarse, pregunta quién es “A”, la firma que acompaña a unas consignas enigmáticamente rayadas en los muros de latón de las barracas. Los prisioneros responden que no saben, y entonces Littin corta y muestra a un Allende (siempre borroso, casi como una imagen mental) que cae liquidado en La Moneda, seguido de unas botas que entran al Salón Independencia.
Varias cosas están implicadas en este raro montaje. La primera, desde luego, es la afirmación de que Allende no se suicidó, sino que fue asesinado, algo que está presente en una escena anterior, donde el ex ministro José Tohá (Pablo Krögh) se niega a firmar una declaración que sostiene el suicidio. La segunda es la incrustación de la escena en la historia de un grupo de hombres que, con pocas excepciones, no estuvo en La Moneda en el último instante del Presidente. La tercera es la presencia de esta misteriosa “A” (¿Allende?) que lleva sus mensajes (¿post-mortem?) a una remota isla patagónica.
Es sólo un instante, un par de minutos, en una película de casi dos horas. En el resto, Littin adapta el entrañable libro de Sergio Bitar “Isla 10”, un texto quieto, reflexivo, autocrítico, que describe lo que “no fue la experiencia más heroica de nuestras vidas”, y que tal vez por ello no encaja del todo con el instinto mítico y épico del cineasta.
¿Explica esto la incrustación de las escenas seudodocumentales de Allende en La Moneda, y en especial ese extraño interludio del asesinato, que es seguido por el plano más bello, aquel en que Osvaldo Puccio (Matías Vega) corre inútilmente tras el camión que lleva a su padre? ¿Es este momento mínimo la explicación de fondo del proyecto, o es sólo un accidente en una historia difícil de contar? Esta es una de las gracias involuntarias del cine de Littin: cada vez que da respuestas tajantes, abre unas dudas más anchas.
Dawson, Isla 10
Dirección: Miguel Littin. Con: Benjamín Vicuña, Cristián de la Fuente, Luis Dubó, Pablo Krögh, Sergio Hernández. duración: 100 minutos.


Ian Brown
My way


La supervivencia solista al quiebre con una banda clásica suele ser un muñequeo tortuoso, del cual pocos músicos salen bien parados. La clave del éxito suele estar en el fortalecimiento de una autonomía total, ojalá sin ex compañeros cerca, y, sobre todo, en un género alejado de aquel que te hizo popular. En el pop inglés hay tantos ejemplos felices (Morrissey, Damon Albarn, George Michael) como lamentables (Geri Halliwell), y no hay duda que a Ian Brown debe ubicársele del lado de los buenos. Más que sostener una discografía espectacularmente exitosa, el ex cantante de esa banda enorme que fueron los Stone Roses ha logrado identificar un tipo de ritmo y groove de baile que es caracterísitico y que ha sido muy bien ejecutado a lo largo de seis álbumes, aunque ya sin la imposición de gloria que el propio Brown enfrentó hace veinte años.

El gusto innato por la música negra (este es un álbum "dedicado a Michael Jackson", según su autor, y sin relación alguna con Frank Sinatra) fluye libre sin interés por los guiños rockeros. Si están, las guitarras no se notan en canciones que privilegian al órgano eléctrico como pulso conductor, y que se adornan con mucho bajo, programaciones y épicos bronces (como en el estupendo single "Stellify"). No es un disco parejo en atractivo, pero sí coherente: de principio a fin transmite un mismo ritmo mid-tempo que invita al baile desacelerado, sonriente, eterno. Puntos extra por el magnífico cover para "In the year 2525", viejo himno político del dúo Zager and Evans.
—Marisol García



"Ahora soy un escritor más sabio y curtido"
Por: Gonzalo Maier
Rodrigo Fresán vuelve sobre un cohete. Tras cinco años de silencio, el argentino reaparece con El fondo del cielo, un sentido homenaje a los viejos escritores de ciencia ficción. Pero Fresán, en la cabina de astronauta, no viene solo. También reedita Historia argentina y cumple 10 años en Barcelona. De eso -y del día en que conoció a Kurt Vonnegut- habla en esta entrevista.

Fotografía: Isabel Carroll
Ésta es una historia de amor. Una historia de esas inmortales en donde dos jóvenes adictos a la ciencia ficción se enamoran de una chica. Y tal como en cada una de estas historias, cuando el corazón se rompe, desaparece el mundo. El asunto es que acá, en El fondo del cielo, la nueva novela de Rodrigo Fresán (46), el mundo literalmente explota, lenta y coreográficamente, al ritmo de la extraterrestre banda sonora de 2001: Una odisea en el espacio.
Situada principalmente en la Nueva York de comienzos del siglo pasado, la nueva aventura de Fresán después de Jardines de Kensington no sólo es una novela lisérgica y atípica en el panorama latinoamericano, sino que viene a completar un círculo curioso: aparece junto con la reedición de Historia argentina, su primera novela, mientras que el mismo Fresán cumple ya 10 años viviendo en una Barcelona en la que echa de menos a Copito de Nieve, el famoso gorila albino.
A poco de iniciar una nueva gira de presentación -"una especie de post scríptum del propio libro, una suerte de capítulo fantasma", asegura el escritor- aparentemente se alinearon los planetas en la Galaxia Fresán.
- En las notas finales de El fondo del cielo escribes que ésta no es una novela sci-fi, sino una novela sobre ciencia ficción. ¿Es tu homenaje al género?
- Es un homenaje a lo que me gusta del género, a la vez que un ajuste de cuentas con todo lo que no me gusta. Es, digamos, mi idea de lo que debería ser una novela de ciencia ficción que pasa, justamente, por no resignarse a ser nada más que eso.
- Además, la novela tiene un dejo melancólico...
- En principio, me atrajo escribir una novela con ciencia ficción más preocupada por el pasado que por el futuro. Un libro muy nostálgico. Pero el primer impulso pasó por atrapar una historia de amor. No me preguntes cómo ni por qué entró la sci-fi en la ecuación. Tal vez, como digo en un momento del libro, porque no hay ente más extraterrestre que el amor. El amor es un alien. Algo que viene de afuera y se te mete adentro. Y hace estallar tu pecho… Tal vez porque me propuse la historia de amor final y definitiva. La historia de amor como fin del mundo.
- Siempre has tenido una inclinación melancólica por estas aventuras adolescentes, ¿no?
- Supongo que sí. Estoy seguro de no ser el único escritor que vuelve ahí, a ese planeta, una y otra vez. Pero más que la adolescencia me interesa la infancia. La adolescencia es como la postdata de la infancia.
- ¿Y cómo fue que te encontraste con la ciencia ficción? ¿Fue de chico, también?
- Sí, desde muy chico. Mi primer contacto, claro, pasó por los cómics y las películas. Pero enseguida descubrí la colección Minotauro editada por Paco Porrúa, y de allí pasé a Bradbury, Dick, Sturgeon, Vonnegut.
- ¿Hoy cómo evalúas esas lecturas? ¿Soportan el paso del tiempo?
- Como en toda literatura, hay de todo. No volvería a leer nunca a Asimov; pero cada relectura de Dick o de Vonnegut o de Ballard -escritores que tal vez no sean estrictamente sci-fi- no deja de depararme sorpresas y alegrías y renovada admiración.
- Sobre eso mismo, al final de El fondo del cielo cuentas que has releído varias veces a Kurt Vonnegut y que Matadero Cinco es uno de tus libros de cabecera...
- Vonnegut para mí es un prodigio de técnica y de gracia pero, fundamentalmente, es una voz querida. Es alguien que, cada vez que lo leo, lo siento como sentado frente a mí, contándome una buena historia e iluminándome con su visión de todas las cosas de este mundo y del universo. Es lo que debe ser un escritor. Una de las grandes alegrías de mi vida ha sido darle las gracias por todo una mañana de frío y nieve en Iowa.
- ¿Conociste a Vonnegut?
- Sí, yo estaba en el International Writing Workshop y me enteré que, bastante seguido, Vonnegut iba a Iowa a visitar a unos amigos suyos. Así que averigüé dónde vivían y casi todos los días iba a un café que quedaba frente a su casa a montar guardia. Un día, durante una nevada, lo vi llegar. Era grande como un oso y salí corriendo del café. Le expliqué qué hacía allí y le di un ejemplar de Historia argentina, diciéndole que él aparecía en ese libro y que ese libro jamás habría sido escrito de no ser por él. Me miró sonriendo y me dijo: "Esto es de lo más fuerte que me ha sucedido en la vida". Yo le contesté que, seguro, más fuerte había sido sobrevivir al bombardeo de Dresden. Lo pensó unos segundos y me dijo: "¿Te parece?". Y siguió su camino.
- El fondo del cielo también es una novela bastante gringa. O al menos con personajes gringos. ¿No te costó situarte en ese contexto?
- ¿Qué es una novela "bastante gringa"? La verdad es que yo no pienso en esos términos cuando escribo una historia. En cualquier caso, me hubiera resultado imposible contar esta historia desde Buenos Aires o Barcelona. La trama respondía a ciertos parámetros de la historia del género que sólo se dieron en Estados Unidos. Y, no, no me costó la parte "importada" del asunto. Aclaro, de paso, que nunca pensé en Ana Karenina como en una novela rusa...
- ¿Y fue un problema botar muchas páginas a la basura, esos "lanzamientos frustrados", como les dices tú?
- Lo cierto es que fue un proceso de aprendizaje porque, hasta ahora, yo tendía a ser más inclusivo que exclusivo. A sumar y no a restar. A expandir y no a contraer. No diría que ahora soy un escritor distinto al que era antes de El fondo del cielo, pero sí un escritor más sabio y curtido.
- ¿Ser un escritor más sabio y curtido tiene que ver con aprender a cortar? ¿A saber cuándo callar?
- Exacto. En un momento de El fondo del cielo un personaje lo dice más claramente: "Escribir largo es como leer, escribir corto es como escribir". Lo que no implica que no haya libros largos en mi futuro pero, seguro, después de El fondo del cielo tendrán otra frecuencia de longitud.
Barcelona y el ruido de los turistas
- Este año cumples una década en Barcelona, la capital de las letras hispanoamericanas. ¿Cuál es tu recuento literario y personal después de 10 años allá?
- Nunca la percibí como capital de nada. Me parece que se la ve más así desde afuera. Yo no llegué aquí para publicar, sino para escribir. Y creo que la pauta de una ciudad a un escritor se la dan los libros que allí escribió. Yo ya llevo tres que me gustan, más las revisiones de todos los anteriores e infinidad de prólogos y ensayos y artículos. Me parece un buen balance. Además, Barcelona tiene mar y montaña. Lo que te quita de encima esa preocupación de tener que ir de tanto en tanto al mar y la montaña. Y, a la hora de la verdad, Barcelona es, por encima de todo, la ciudad donde nació mi hijo.
- ¿Y te ha cambiado mucho ser padre?
- Aquel al que el nacimiento de un hijo no lo cambie es, me temo, pariente cercano de HAL 9000, la computadora de 2001: Una odisea en el espacio. Peor: del astronauta David Bowman, alguien con mucho menos sentimientos que HAL 9000.
- Supongo que tienes rutinas en Barcelona, lugares favoritos...
- Las librerías: La Central y Laie. Y, sí, tengo rutinas. Pero son tan rutinarias que hasta a mí me aburren. No he conseguido aún, eso sí, marcarme una disciplina diaria para escribir. A ver si con el próximo libro…
- ¿Y por qué hace poco decidiste cambiarte a Vallvidrera, en las afueras de Barcelona?
- Porque cada tanto hay que moverse y vivir junto a La Pedrera ya era insoportable por el ruido que hacían los turistas. Vallvidrera está a casi minutos de tren del centro de Barcelona, pero es como si estuviera a años luz de distancia, en otro planeta. Por otra parte, me temo que he hecho realidad para mí el mito y la mística del escritor cheeveriano de los suburbios. Es una buena vida, la verdad.
Libros "retocables"
- Casi coincidiendo con El fondo del cielo reaparece Historia argentina, pero esta vez con cambios y un capítulo nuevo...
- Digamos que me gusta aprovechar cada resurrección para hacer ajustes y agregar algo. Me cuesta pensar en que algo -sobre todo algo mío- no pueda mejorarse. Así que allí voy de nuevo. Cuando llegue el turno de El fondo del cielo, me temo que no habrá mucho que hacer, salvo agregar cuatro o cinco frases que tengo apuntadas por ahí. Es, junto a Esperanto -pero por motivos muy diferentes-mi libro menos "retocable", pienso.
"No hay ente más extraterrestre que el amor. El amor es un alien. Algo que viene de afuera y se te mete adentro. Y hace estallar tu pecho. Me propuse escribir una historia de amor como fin del mundo".
- ¿Y cómo ha cambiado tu lectura de Historia argentina considerando que la publicaste a los 27?
- Tengo una muy buena relación con mi primer libro. Me sigo reconociendo en él. Me divierte. Además, fue un libro muy afortunado y, desde el punto de vista crítico y comercial, un debut inmejorable. Así que no tengo nada que reprocharle y muchas gracias por todo. El fondo del cielo -que, objetivamente, me parece mi mejor libro y que también podría llamarse Historia universal- no podría haber sido escrito de no haber escrito antes Historia argentina.
- ¿Por qué? ¿Algún nexo especial entre el universo y Argentina?
- Me parece que está bastante claro en el último relato de mi primer libro. Ahí está y de ahí sale todo y, además, en esas páginas ya hay ciencia ficción y la idea de un propio futuro, el mío, marcado a fuego y láser por la potencia unplugged, pero tan eléctrica de los libros. Cada uno de mis libros es un mundo diferente, pero comparten un mismo universo y una misma idea de la literatura. Lo curioso es que tanto Mantra como Jardines de Kensington y El fondo del cielo son el tipo de libros que yo imaginaba como mínimos cuando aún fantaseaba con ser escritor.
- Tú también escribes artículos para la prensa. ¿No te ha llegado a agobiar escribir para tantos medios?
- Cada vez leo menos diarios y revistas. Ya casi no compro revistas de rock o de cine. Y me sigue interesando escribir para la prensa, pero tal vez debería hacerlo menos. O dejarlo por un tiempo. Algo así como hacer una cura de desintoxicación. Hay momentos en que es como no tener vida privada. Por ejemplo: acabo de terminar de leer la nueva y formidable novela de John Irving. Y mientras la leía ya andaba pensando en cómo la titularía, en cosas que diría… Si alguien sabe dónde queda el botón de Off, que me avise, por favor.

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