Thursday, November 19, 2009

El arte de perder

FRANCISCO MOUAT
Todos nos vamos a morir, y no es ningún desastre que sea así, aun cuando de esto no puedo estar seguro. Lo aprendemos cuando somos chicos, no sé bien a qué edad, a los seis, a los diez, o más grandes, a los catorce; cuando sea que nos encontremos cara a cara con el abismo. En ese momento le formulamos preguntas sin respuesta al destino, sentimos el vacío, olfateamos el precipicio, y tal vez los más afortunados hasta sueñen con un paracaídas que les ayude a volar, perder altura y caer mansamente.
Nos damos cuenta de que vamos a morir un día, que no hay modo de cambiar las reglas del juego, y entonces, con más o menos talento, con regalos o privaciones, nos entregamos al arte de vivir sin saber demasiado del sujeto en que acabaremos convertidos, y de quiénes nos acompañarán. Y lo más probable es que en el camino, no nos demos cuenta de que cada vez que tomemos una ruta, estaremos dejando atrás otros múltiples atajos por donde también pudimos haber ido. Casi siempre se vive así: avanzando y perdiendo. Vivir cada día de una determinada manera es, entre otras cosas, dejar de hacerlo de otro modo. Pero esto, que suena tan obvio, en la mayoría de los casos se vive mecánicamente, como una inercia, salvo que nos detengamos a verificar que perder tiempo, nombres, lugares, casas, ciudades, relojes y amores también puede ser un arte, como propone un poema que recibí esta mañana.
Si al final moriremos todos, y nuestra memoria quedará en manos de quienes, tal vez, sin darnos cuenta, fuimos perdiendo en el camino; ocupémonos, por un momento, del arte de perder. El poema es de Elizabeth Bishop, se llama "Un arte", y habla precisamente de aquello que tantas veces nos dijeron había que mirar con recelo y miedo: "El arte de perder no es difícil de dominar;/ tantas cosas parecen llenas del propósito/ de ser perdidas que su pérdida no es un desastre".
Leo el poema, verso a verso, sin distracciones: "A diario pierdes algo. Acepta la perplejidad/ de no encontrar las llaves de tu puerta, de la hora malgastada./ El arte de perder no es difícil de dominar./ Luego practica perdiendo más, perdiendo más rápido:/ lugares, y nombres, y el destino hacia donde pretendías/ viajar. Nada de eso significará un desastre".
Un viejo compañero de colegio, Mauricio, al que no veo desde hace una docena de años, más o menos, me escribe sorpresivamente desde La Serena para compartir sus lecturas de este tiempo, para contarme (sin sospechar la complicidad que está creando con sus palabras) lo mucho que le gusta la saga autobiográfica de Elias Canetti, especialmente La lengua salvada, y me regala versos de un poeta al que está leyendo y releyendo en los últimos meses: Kenneth Rexroth. Yo a Mauricio lo tenía perdido, como a tantos amigos y conocidos a los que dejé de ver un día. Pero hay sombras y fantasmas que se mueven sin que uno afortunadamente pueda interferir en su decisión de venir a acompañarte. Le pido a Mauricio que me cuente de Rexroth, que no lo he leído. Y me contesta párrafos generosos, que remacha con unos versos de un poema titulado "Carta a William Carlos Williams": "Y el hermoso río que él vio/ todavía fluye por sus venas, como/ fluye por las nuestras, y fluye por nuestros ojos,/ y fluye por el tiempo, y nos hace/ parte suya y parte de él./ Eso, niños, es lo que se llama/ una relación sacramental./ Y eso es lo que un poeta/ es, niños, alguien que crea/ relaciones sacramentales/ que duran para siempre".
Perdernos, sumergirnos en la lectura nos priva, entre otras cosas, de salir a escalar cerros de tierra y piedras, con quebradas y arroyos, pero puede obsequiarnos ríos entrañables y fantásticos, ríos correntosos que nos hagan bombear sangre por las venas de un modo que ni el contacto con el agua más pura del planeta lo lograría, aunque de eso tampoco puedo estar seguro. Es la magia de la literatura, que nos arranca de la realidad conocida (aquella que dice que todos nos vamos a morir) para sumergirnos en otra realidad, alternativa, una forma muy interesante de la utopía, como dice Vila-Matas, donde incluso cabría preguntarse si puede la muerte ser definitiva allí donde habita la palabra.

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