FRANCISCO MOUAT
Las cosas claras, demasiado claras, no sé si ayuden a entender mejor. O a entender lo necesario que hay que entender para vivir mejor. No todo lo que hacemos y pensamos, además, debería tener un fin, o un gran propósito. No hay mayor aventura en este mundo, escribió una vez Julio Ramón Ribeyro, que la vida, nuestra propia vida. Que es, además, nuestro único patrimonio, mientras somos y estamos en el tiempo y el espacio.
Demasiada lógica en lo que hacemos y pensamos, un exceso de realidad, te vuelve loco de remate, sospecho. Las preguntas esenciales las abordamos cuando podemos, y no es malo también servirnos del misterio, el sueño, el arte y la fantasía para acompañarnos y darnos aliento.
Si estamos vivos, si de verdad estamos vivos y atentos, aunque ojalá nunca demasiado atentos, será inútil evitar que se cuele entre nosotros alguna dosis de dolor y de horror. Importará mucho que esas dosis sean las justas, que no nos desborden totalmente, o que cuando lo hagan podamos después rehacernos. Afortunadamente también disponemos del amor y el humor, para compensar. Vivir mejor, dije al comienzo, como si eso fuera lo que quisiéramos la mayoría de nosotros, arrojados a este mundo sin que nos preguntaran nada, perplejos, sin pito que tocar antes del primer latido.
Experimentar -aunque sea fugazmente- la felicidad; saber que ella puede tener que ver con nosotros, imagino es un avance. La felicidad, como tal, difícilmente pueda enseñarse. Aunque hay maneras. Borges no enseñaba literatura. Enseñaba a amar los libros, que, para él, fueron una forma de felicidad.
A veces tenemos la fortuna y el privilegio de rozar la felicidad, saborearla, distinguirla entre las multitudes. La encontramos con mayor frecuencia en la belleza de la luz del sol de una mañana de primavera, en la charla sin rumbo con un amigo, en la agenda ociosa de un día sin horario. Pero a veces también en una tarde de lluvia, en la contemplación del mar, en comer y beber, en los ojos de una persona a la que queremos entrañablemente. No hay recetas. Alguno encontrará felicidad en el trabajo extenuante, allí donde otro tal vez acumule angustias. El alma humana es veleidosa y está expuesta a demasiados vaivenes. No somos sujetos estáticos, en buena hora. Algunos elogiamos la lentitud y preferimos viajar arriba de un barco antes que en un avión. En tren antes que en jet. Viajar, sí. Ponernos en movimiento, porque intuimos que estancarnos es una maldición indeseable. Pero también detenernos en el momento justo, y quedarnos quietos.
A propósito de enseñar la felicidad. En una carta a Felisberto Hernández, Julio Cortázar le agradece su persona y su literatura, y le regala una frase que Antón Webern le decía a un discípulo: "Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música". ¿Se imaginan el mundo con educadores que imitaran el gesto de Webern, que leyeran poesía en voz alta por amor a la literatura, que hicieran escuchar melodías por amor a la música, que enseñaran por amor al arte?
"La aventura no se halla en la meta sino en el camino, en el merodeo, incluso en el extravío, como bien sabe quien practica la emboscadura, la caza sutil o los acercamientos". Leo esta frase de Enrique Ocaña en un breve ensayo que cierra la novela Venganza tardía, de Ernst Junger. Ocaña tradujo el libro desde el alemán y se permitió reflexionar en las páginas finales: la escuela a la que debió asistir Junger hace un siglo, las escuelas que solemos frecuentar nosotros en estos días, están demasiado acostumbradas a uniformar, estandarizar, promediar. Tienen miedo: no quieren darle importancia al camino, sino concentrarse exclusivamente en la meta. Desconfían del merodeo, sancionan cualquier clase de emboscada que no esté en los planes, y por supuesto califican con nota mínima el extravío. Ocaña sintetiza la lúcida mirada de Junger, "rebelde frente al tedio de una escuela regida por el principio de realidad, donde la moralidad se opone a la aventura, la erudición al ensueño, la ética protestante del trabajo al derroche y al exceso, el manual y el reglamento a la libertad de invención y de espíritu".
Amor al arte: no parece una mala fórmula para vivir.
Cristián Warnken
Jueves 12 de Noviembre de 2009
El bar de las ilusiones perdidas
Yo tenía 21 años, y una mañana de 1982 estaba con mis propias manos tocando el muro que separaba dos ciudades con el mismo nombre. Casi lo acariciaba, como quien recorre la textura de un Dios de piedra.
Había cruzado la frontera que separaba Alemania Oriental de Alemania Occidental, para cruzar otra frontera dentro de la frontera, la de Berlín Occidental con Alemania Oriental. Fronteras dentro de fronteras, unas dentro de otras, como en un juego de mapas dibujados por un loco. Y yo, un joven sudamericano que venía en peregrinación a la vieja Europa a rendir culto a los dioses de mi adolescencia, estaba frente a ese muro que todos creíamos sólido, indestructible.
Un gran alemán, Federico Nietzsche, había dicho que “los grandes cambios vienen con pisadas de palomas”, llegan en “la hora más silenciosa de todas”. Pero nadie lo escuchó en su propia tierra, la Alemania de los grandes abismos y las grandes cimas.
Cierro los ojos: tengo 21 años, todavía creo en Marx y estoy tocando el muro de los muros esa mañana del 82, el muro que me separa de la libertad interior, donde caerán desplomadas dentro de poco todas las estatuas de mi juventud, como muñecos gigantes huecos, ídolos de barro en medio de la tempestad. Hace frío, es un día gris y yo cruzo a Berlín del Este. Mi corazón tiembla en la mochila. Voy a llegar a Utopía, voy a caminar por las calles de un Este mítico y llevo el libro de Lenin “¿Qué hacer?” —como buen y obediente militante de izquierda que era— en el morral de joven sudamericano con la cabeza llena de pájaros y consignas y sueños.
Pero al otro lado no me encontraré con mis dioses, sino con las estatuas de ellos apuntando con sus dedos a un horizonte de edificios grises y monótonos, en un país donde la tristeza había terminado por devastar lo poco que quedaba ahí de vida. Un país para policías y delatores y muertos en vida. Vago por calles iguales, igualitarias, vacías, y me cruzo con fantasmas, con miradas idas. Un vacío se instala en mi pecho, una angustia que todavía no tiene nombre, una duda que empieza a carcomer mis amadas consignas por dentro. Soy un joven sudamericano vagando por el infierno de otros, que se suponía debía ser nuestro paraíso, el paraíso del hombre sobre la tierra.
¿Alguien sabe lo que es perder la fe de golpe, alguien ha visto saltar por el aire, hecho trizas, al dios de su infancia? Tengo 21 años y en la Friedrichstrasse entiendo por primera vez que ese muro que acabo de cruzar no es mi muro, sino el muro de otros. Quiero llorar, no puedo, entro en el único bar que encuentro en muchas manzanas a la redonda. Desde la barra, dos jóvenes muchachas alemanas de mi edad me miran con curiosidad. Nos comunicaremos con dibujos, palabras en inglés sueltas y mímicas en las pocas horas que tenemos por delante. Me contarán sus vidas en ese “paraíso” fundado en la mentira. Yo soy para ellas la libertad (exótica, lejana, inaccesible), y ellas ya no son para mí la esperanza. Quiero sacarlas de ahí, llevarlas al otro lado del implacable muro. Cae la tarde y debo volver a la frontera. Nos miramos a los ojos.
Nunca tres miradas se cruzaron tanto. Nos hemos comunicado más allá de las palabras. Ellas ya perdieron toda fe. Yo la estoy perdiendo en cada minuto que pasa. ¿Por qué la historia la escriben los que levantan muros y no la gente de mirada limpia, como la de esas dos muchachas que ya no veré nunca más en mi vida?
Pensé mucho en ellas cuando cayó el muro. En esas anónimas que comenzaron a demoler el muro dentro de mí, antes que el otro muro, el exterior, cayera. ¿Cómo se llamaban? ¿Qué fue de sus vidas en estas décadas que nos separan de esa mañana gris de 1982? ¿Qué ha sido de nosotros en todas estas décadas? ¿Cuándo dejamos de ser lo que fuimos, cuándo comienzan los muros a caer y cuál es la hora más silenciosa de todas? ¿Cuántas fronteras quedan por cruzar, y cuántas fes ilusorias perder todavía?
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