Saturday, January 31, 2009

Ciudad de uno Por Francisco Mouat

El escritor Alejandro Rossi, autor entre otros libros del Manual del distraído, nació en Florencia, y repartió su infancia y adolescencia entre Italia, algunas vacaciones en Caracas y Buenos Aires. Hijo de italiano y venezolana, no tenía un lugar fijo donde quedarse a vivir cuando terminó la secundaria. Quiso estudiar Filosofía y Letras, y no sabía muy bien dónde hacerlo. Sólo sabía que debía ser en lengua hispana. Alguien le sugirió México, y hasta allá fue "como un estudiante solitario, un adolescente en busca de un idioma". La decisión de elegir México para estudiar lo marcó sin vuelta atrás.

Llevaba poco tiempo en Mascarones, como se llamaba a la Facultad de Filosofía y Letras, tenía dieciocho años, y frecuentaba como muchos otros estudiantes "una cafetería de moda entre periodistas y gente del espectáculo, un poco vulgarona, pero animada". Un día estaba en la barra y al lado suyo se sentó un joven algo estridente, que le metió conversación y entre otras cosas que Rossi nunca preguntó, le contó que trabajaba en un periódico. Al poco rato, mientras Rossi "comía una lechuga sombría", el muchacho le dijo con voz fuerte: "Mire usted, si me dieran a elegir entre escribir las Rimas de Bécquer y unas buenas nalgas, yo me quedaba con las nalgas".

Rossi se dejó atrapar por Ciudad de México desde el comienzo. Salía de la facultad y se encontraba con "puestos mal alumbrados de carnitas, ostionerías ruidosas, perros husmeantes y famélicos y, más adelante, las librerías de viejo, cuevas de la imaginación". Alguna vez explicó de un modo entrañable por qué le gustaba tanto esta ciudad: "Porque era, aún lo es, una Ciudad muy generosa, poco jerárquica, comprensiva con el abandonado. Una Ciudad que sabe aceptar a las almas perdidas".

Yo quisiera decir algo parecido de Santiago, y no sé si pueda hacerlo. Quiero rastrear mi ciudad en busca de espacios donde se respire lo que Rossi agradece de su México querido. Repito con él: una ciudad que sabe aceptar a las almas perdidas. No son "alabanzas bobas" las de Rossi: el Distrito Federal le pertenece aun cuando él es capaz de reconocer que "algunas de sus calles son las más feas del mundo". Pocas veces leí un texto más justo sobre la manera en que te puede atrapar una ciudad, a pesar de todas sus imperfecciones.

Santiago no fue la ciudad en la que yo escogí vivir mis primeros veinte años. Llegado el momento en que pude cambiar de territorio si lo hubiera querido, no lo hice. No seré yo quien diga que ésta es una ciudad objetivamente hermosa, fragante, transversal y luminosa. Tiene sus cosas, un poco subterráneas, menos a la vista que la cordillera, que pueden atraerte íntimamente hacia ella. Le falta el mar con una buena costanera donde ir a tomar el aire y el fresco, donde perderse en un horizonte en el que puedas ver barcos y también la nada misma. Pero es la ciudad donde ha transcurrido mi historia personal, y la de tantos otros que no fatalizan su andar porque al fin y al cabo igual hemos tenido suerte. Rossi lo dice de México, yo lo digo de Santiago: "Aquí estudié, aquí me casé, aquí tuve hijos, aquí trabajé, aquí se formaron las amistades duraderas".

No sé nada del futuro. Pudiera ser que acabara mis días lejos de Santiago, con vista al mar. Si así fuera, me gustaría que ocurriera sin estridencias de ninguna especie, sin tener que sacrificar la esencial tranquilidad de vivir en paz. Tengo ciertos derechos adquiridos en la materia, porque ya llevo casi medio siglo en este cuento. Rossi lo dice elegantemente, como es su costumbre: "Tal vez la vejez sea una progresiva distracción del mundo".

¿Saben ustedes lo que más le agradaba a Rossi de Ciudad de México cuando tenía 57 años de edad?: "Cierto color del aire en los meses invernales, el sonido nocturno de los inútiles vigilantes, el llamado de los afiladores, las bandas musicales que a veces recorren mi barrio, la algarabía de mis hijos y el cuchicheo de mis amigos". "¿No es suficiente?", pregunta él, pregunto yo.

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