Saturday, January 03, 2009

Año Nuevo Por Francisco Mouat

Una amiga jovencita me escribe desde Villa Alemana en vísperas de Navidad. Pregunta si alguna vez he sentido que pienso demasiado. A veces me hago la misma pregunta. El doctor Kin asegura que pensar más de la cuenta es tonto, y que ayuda a fabricar enfermedades. A ratos le encuentro razón al chino, especialmente cuando el exceso de cabeza le resta espacio a los sentidos. Pero no sé si me gustaría pensar demasiado menos. A veces no puedo evitarlo, especialmente aquellos días en que nos damos cuenta de que pensamos y reflexionamos justamente para no sucumbir al caos de la existencia.

Mi amiga se lamenta a ratos de pensar demasiado: "La sensación no me agrada, me desplomo", dice. "A veces me gustaría simplemente dejar de pensar por un rato. Hasta en los sueños el pensamiento desconcierta y atormenta. Es increíble. Lo vital de pensar también puede llegar a fastidiar. No imagino la vida de un budista. ¿Tendrá estos decaimientos?".

Sin ponerse de acuerdo, otro amigo me escribe el mismo día para recordarme una conversación telefónica de meses atrás, cuando le dije que leyera Santiago de memoria, de Roberto Merino. Dice que consiguió el libro, lo acaba de leer, y que me envía de regalo el párrafo final: "Los copistas de la Edad Media -sabiamente- anotaban en los textos transcritos los momentos en que los vencía el cansancio. Lo mismo quiere hacer el autor de estas páginas. Detener por el momento el flujo de las ideas y partir, quizás por San Pablo hacia el poniente, en busca de las cuestas silenciosas, de los paisajes abiertos y de las luces dispersas de los campos".

Tomo nota de lo vivido en los últimos días para ejemplificar la friolera de datos que uno llega a retener. Fui a Montevideo. Caminé la rambla, comí unos ravioles rellenos con verdura y aderezados con salsa de tomate que todavía puedo saborear, tomamos medio y medio con la Solcita (mitad vino blanco, mitad champaña), festejamos con los amigos canallas de Rosario Central en el pasto del estadio Centenario, el mismo estadio donde se jugó el primer mundial de fútbol de la historia. En una buena librería en Pocitos, dateada por mi amigo Daniel Charlone, encontré una edición magnífica de La novela luminosa de Mario Levrero. Anduve en avión, transpiré como caballo de carrera con la humedad y el calor, pensé en un par de libros que algún día quizás escriba. Volvería a Montevideo una y otra vez. Me interesa mucho más que conocer India. Cristián Leighton escribió sobre esto mismo: "No sueño con un lugar que no conozco. Sí me gusta la idea de regresar a lugares de los que tengo buenos recuerdos. Muchas veces, cuando viajo, soy consciente de que es más que probable que no regrese al lugar donde estoy, que no vuelva a ver a la persona que está frente a mí. Es vivir la muerte, pero en paz y con nostalgia".

Entre las otras cosas que hice en estos últimos días, y que se marcarán en el calendario, fui al cementerio a enterrar a uno de mis amigos del alma, abracé a sus tres hijos, abracé a su mamá, a su mujer, a sus dos hermanos, acompañé el canto emocionado de todos ellos en el cinerario del Parque del Recuerdo. Ese mismo martes fui con mi hijo José a la ceremonia de clausura de su año escolar, volví a leer el cuento de Borges Delia Elena San Marco, que me gusta mucho, y se lo regalé a otra amiga jovencita que tengo, que aún va al colegio, y con la que me gusta sentarme a conversar y a contemplar su risa magnífica, ancha, espontánea, vital. Recibí inesperadamente algunos regalos de Navidad: un trébol de cuatro hojas que deberé cuidar, dos paquetes de un té indio aromático y original, un par de botellas de buen vino tinto, una libreta de notas con un mensaje amoroso, un marcalibros con un texto de Julio Ramón Ribeyro que cito en cada inicio de taller literario: "La vida, nuestra vida, es la única, la más grande aventura". Cada vez que leo esta frase, tropiezo nuevamente con esta otra magnífica frase de Augusto D'Halmar: "No me pasó nada, sólo la vida".

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