Tuesday, November 11, 2008

The Walker, de Paul Schrader

Por Alan Pauls

Tengo cierta debilidad por las debilidades de Paul Schrader. La tengo desde antes de leer el capítulo brutal que Peter Biskind le dedica -a él y a su hermano, el malogrado Leonard- en Moteros tranquilos, toros salvajes, donde los sorprende encerrados en un motel de carretera, sin un centavo, duros de cocaína, dando vueltas desesperados alrededor de un guión que les salvará la vida o los empujará al suicidio. Paul es más conocido y ensalzado por los guiones que escribe para otros (principalmente Scorsese, a quien le regaló, entre otras, las obras maestras de Taxi driver y Toro salvaje) que por las películas que filma para sí mismo (y acaso para mí, porque la taquilla suele mirar para otro lado). Y para colmo es uno de los últimos cineastas cultos que quedan en Hollywood. Schrader, director-universitario (¿?), supo escribir ensayos perspicaces sobre Bresson y Yasujiro Ozu, dos nombres que cualquier productor americano tomaría hoy por marcas de carteras y fusiles automáticos. Su antepenúltima película, The walker, llegó a Buenos Aires en DVD (que es como suele llegar últimamente el cine que no nos avergüenza), y es un perfecto compendio del mundo Schrader: una película extraña, a la vez actual y anacrónica, desgarrada por el fuego cruzado del arte y la industria de la narración y ensombrecida por una melancolía incurable. Como American Gigoló (la historia de un prostituto top de Los Angeles) o Light Sleeper (un dealer en Nueva York), The walker es el retrato minucioso y estetizante de un segundón, un parásito social: Carter Page III (extraordinario Woody Harrelson), un "acompañante" de mujeres maduras en el mundo afelpado y cruel de la alta política de Washington. Mezcla de taxi boy (sin sexo) y asistente terapéutico, de chismoso profesional y traficante de influencias, Carter Page III es un ejemplar cabal de criatura schraderiana: una pieza menor pero crucial del sistema, uno de esos eslabones que merecen nuestro desdén y también nuestro temor, siempre a mitad de camino entre el patetismo y el poder, la intemperie y la ambición. Como siempre en Schrader, The walker es una historia de ascenso y caída, o más bien de corrupción y redención: formado en la disciplina del disimulo y la intriga indirecta, este patricio decadente, traumatizado por un padre desproporcionado, se atreve por primera vez a salirse de libreto y se ensucia con un hecho de sangre que debería haber contemplado de lejos. La osadía, por supuesto, lo hunde y lo salva al mismo tiempo, como es de rigor en un calvinista como Schrader. Pero lo que importa del film es el tipo de mundo al que The walker se asoma: el mundo de la bambalina. Esa dimensión social lateral, secundaria, a la vez sutil y vulgar, íntima y pública, que funciona como el laboratorio secreto de los grandes mundos (la Política, los Negocios, el Espectáculo), transcurre en restaurantes, salones de juego, peluquerías, se hace oír en infidencias y rumores, vive de la envidia y pone en juego a seres afectados por un mal que no tiene consuelo: el resentimiento.

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