Saturday, November 08, 2008
Akira
Por Daniel Villalobos
Akira, el largo de Katsuhiro Otomo basado en su propio manga, cumple este año dos décadas desde su estreno. Hace tiempo me pidieron de Rolling Stone Chile una opinión al respecto. No sé si la usaron o no, pero esto fue lo que envié:
“La primera vez que vi Akira fue en 1993, en Temuco. En esa época el animé era gusto de pocos y más todavía en el sur, donde la idea de violencia animada partía con Centella y terminaba con Robotech: la muerte de Roy Fokker era lo más dramático que habíamos visto en el género y punto. Recuerdo la primera secuencia de Akira, esos tambores tribales de la banda sonora y esa ciudad plagada de luces. Pero sobre todo recuerdo esa protesta donde un policía enmascarado le apunta a un civil y, sin dudar, le dispara una lacrimógena en el pecho. Nunca había visto algo así en un filme animado.
Tampoco había visto algo como ese teniente de policía abofeteando toda una fila de niños que le llegan al hombro sólo para hacerlos callar. O la golpiza que unos pandilleros le dan a una chica indefensa hasta que cae al suelo escupiendo sangre.
Desde luego el tema de los niños telépatas era atractivo, pero lo que más me impresionó fue la conducta de los humanos normales en la historia. Recuerdo el shock que me produjeron esas escenas y la sensación de estar viendo algo igual de cuestionable que el porno e infinitamente más subversivo. Al final de la función quedábamos cinco o seis personas en la sala, ninguno tenía más de veinte años de edad y ninguno de nosotros sabía dónde ir después de ver una película así”.
Por Francisco Ortega
...Matrix con La Naranja Mecánica, un cóctel de metahumanos, pandilleros, extrema violencia, futurismo y ultra tecnología para la película de animación más cara de la historia. Tanto que obligó al ministerio de cultura nipón a crear el “Comité Akira” con el objeto de buscar financiamiento para finalizar la obra de Katsuhiro Otomo, un animé que nació destinado a cambiar la historia del género para siempre. Y vaya que lo logró. A veinte años de su lanzamiento, todo lo que Japón ha hecho en el género de allí en adelante se le debe, tanto en moral como en estética, a Akira.
Si por un lado Akira marcó el inició de una ciencia ficción dura, que tomaría riesgos conceptuales tras los cuales surgirían piezas como Dark City, Matrix e incluso AI y Minority Reports, por otra parte catapultó a la animación (occidental y oriental) a un nuevo estado. Y en esta lectura no es apresurado decir que sin Akira no tendríamos ni Ghost in the Shell, ni Steamboy, pero tampoco Futurama, Los Simpson o Padre de Familia.
EL ANTES Y EL DESPUES
“Akira es el Blade Runner del animé”, define el escritor Jorge Baradit (Ygdrasil), “una pieza definitiva con aroma inmortal. El momento en que la animación japonesa le hizo jaque mate a la animación occidental, un golpe del que los caucásicos NUNCA nos hemos podido recuperar”
“A pesar de que el antagonista es militar, estamos ante una película muy fascista, lo que es un riesgo argumental y moral por donde se le mire”, continúa Baradit. “La lectura es que los débiles siempre serán débiles (Tetsuo) y solo los que nacen fuertes están destinados a convertirse héroes (Kaneda). Que si los débiles acceden al poder se transforman en monstruos, y que los realmente fuertes, los héroes, tienen su propio código de honor fuera de lo establecido. Siempre me ha llamado la atención lo similares que son esas figuras a los westerns, pero bueno Akira, perfectamente puede ser abordado como un western. ¿un sushi western tal vez?”.
“Akira previó los temas de la ciencia ficción de los 90”, continúa el autor de Ygdrasil, novela que confiesa le debe mucha a la obra de Otomo. “X-Files, por ejemplo, al plantearse como un lugar donde se interpenetraron todas las temáticas de lo fantástico por primera vez de modo masivo, casi como una declaración de principios: la ciencia ficción dura, la conspiranoia, el cyberpunk, los monstruos fantásticos, la paranormalidad desatada, la surrealidad, la alucinación psicodélica, las dimensiones astrales. Pero aquí y ahora, en la ciudad, el aterrizaje del madness en el mundo real”.
Tenemos la suerte de ser parte de una generación educada con animación japonesa. Al contrario que Estados Unidos y que Europa, donde el boom del animé se desató precisamente después de Akira, en Chile (y Latinoamérica en general) tuvimos el privilegio de contar con niñeras como Heidi, Marco, Capitán Harlock, Mazinger Z y Fuerza G. Y lo de suerte no es antojadizo, el material animado japonés de los 70 y 80 era mucho más interesante –y mas barato de importar- que el europeo o el norteamericano. Recordemos que en los 80, Disney estaba intentando levantar cabeza (tras sonados fracasos como El Caldero Mágico) y los dibujos animados occidentales solían ser derechamente infantiles. El colorido, las historias, e incluso lo simplista de la animación ayudaron al animé a tener un hueco en nuestras pantallas y en nuestro disco duro común.
Sin embargo, por mucho cariño que le tengamos a los “monos japoneses” que nos sirvieron de educación preescolar alternativa, entre estos y Akira hay (y ha habido) una enorme distancia. Hasta 1988 el manga y el animé eran una expresión artística exquisita que demostraba lo maduro con que Japón enfrentaba el tema (y la industria) de los dibujos animados, creando a partir de estos una mitología popular de alcances universales, sólo pensemos en Candy o en Macross, serie que luego sería convertida en Robotech. Pero a pesar de lo potente de estas producciones y lo adulto de su enfoque, fue con Akira donde la diferencia se marco con mayúsculas. En agosto de 1988 explotó una nuevo tipo de bomba atómica, igual que al inicio de la película. Una bomba que no destruyó ciudades pero si derrumbó preceptos. Los monos animados nunca más serían lo que eran, superaron sus “18 años” y perdieron la virginidad en una hora y veinte minutos. El aporte cultural japonés a la ficción fílmica que dio Akira sólo se compara al de su otro compatriota, y tocayo: Akira Kurosawa.
Alejandro Alaluf
20 años son nada
EL FUTURO SEGÚN AKIRA
En 1988 la animación japonesa dio un salto cuántico. Katsuhiro Otomo llevó a pantalla su manga homónimo y el futuro nos pegó un puntapié en la entrepierna.
Punto medio entre Blade Runner y Matrix, Akira no sólo cambió al animé, sino que nos hizo caer de rodillas al interior del más negro de los porvenires.
A dos décadas de su estreno, Akira es considerado, el mayor legado audiovisual nipón, tras Kurosawa
2 de diciembre de 1992, seis de la mañana, es un hermoso día en Tokio. La luz del final del otoño se cuela entre nubes blancas que tapan el sol sobre las calles grises y brillantes de la capital japonesa. Todo se ve y se siente perfecto… hasta que explota la bomba.
Primero fue un punto, luego una bola de fuego, después una estrella entera que consumió a la ciudad. En cosa de segundos Tokio desapareció para siempre. ¿Un nuevo tipo de bomba atómica? Los rumores dicen que no sólo ocurrió en Japón, otras grandes metrópolis del planeta también fueron arrasadas por este extraño ataque. La III Guerra Mundial ha sido desencadenada, el fin del planeta como lo conocemos. O tal vez el comienzo de algo peor.
Corte y a negro. 2019. La ciudad se llama ahora Neo Tokio y cubre con rascacielos eternos y autopistas elevadas, prácticamente todo el Japón. Neones y pantallas gigantes rascan las paredes de los edificios más altos del mundo y bajo ellas reina el caos: terrorismo urbano, drogas y sectas religiosas que claman por la llegada de un nuevo mesías, encarnado en un niño llamado Akira, en quien supuestamente descansa la clave que detonó la III Guerra Mundial el 92. Entremedio, en las autopistas, dominan las pandillas de motociclistas, que pelean contra sus iguales, como modernas tribus feudales, por el control de determinados territorios. De las ruinas de Tokio surgió Neo Tokio, el apocalípsis no generó un posterior paraíso, sino todo lo contrario.
Kaneda es líder de una pandilla, eternamente enfrentada a una banda menor: los Clowns. Tiene la mejor moto de la ciudad y una relación casi paternal con Tetsuo, uno de sus amigos, el más torpe de la manada. Tetsuo respeta a Kaneda pero también siente celos y rencor hacia su amigo, mucho más popular. Suena música electrónica, se escuchan ritmos tribales, las luces y neones cobran vida mientras Kaneda y los suyos dictan sus reglas sobre la autopista. Creen que el mundo les pertenece, pero están equivocados. Mientras sus motores rugen sobre el asfalto, movimientos sociales se desarrollan en protesta contra el gobierno y el ejército. Además ha sucedido un evento inesperado en el Estadio Olímpico de la ciudad. Un prisionero gubernamental escapó. Y no es alguien cualquiera, sino un niño, un pequeño que huye del ejército y se sumerge en un maelstrom urbano en que la cuenta regresiva va juntando olas de protestas ciudadanas, con una marcha religiosa, una pelea de pandillas motorizadas y filas de tanques enviados a detener el alboroto. El choque de estos elementos marca el instante cero de la película. El niño misterioso detiene las balas, destruye el centro de la ciudad pero también afecta de forma directa a Tetsuo, que acaba convirtiéndose en el eje de la historia. Y quien fuera un adolescente debilucho y fracasado, renace como una entidad cada vez más fuerte e incontrolable, infectada del llamado “factor Akira”, con una sed incontrolable de poder, la que se crece aún más alimentada por los celos que siente por su amigo Kaneda. Y en este resentimiento infantil, Tetsuo conducirá a Kaneda a una batalla cuyos resultados cambiaran el destino de la humanidad entera, mal que mal las bombas de 92 no fueron causadas por misiles o disparos orbitales, sino por una docena de niños de inmenso poder, ¿los niños Akira? Criaturas metahumanas diseñadas por los poderes fácticos para producir un salto genético, propósito que evidentemente no resultó.
“La primera vez que vi Akira fue en 1993”, relata el escritor Alvaro Bisama (Caja Negra), “en una sala atestada en Viña donde estaba todo el mundo que entonces tenía alguna idea de tendencias. Salí con la cabeza dada vuelta. La versión vista era la japonesa. Alguien a mi lado dijo: Walt Disney se fue al carajo. Un año después vendí cincuenta cómics de superhéroes para comprar uno de los tomos del manga (historieta, versión impresa del animé). Yo tenía 19 años y estudiaba para profesor. Otomo fue una revelación, un mandala. Alguna vez leí una entrevista suya donde decía que su historia se trataba de dos amigos que dejaban de ser amigos. Puede ser. Akira era una catedral de la que nunca salí. Siempre vuelvo a ver la cinta y me quedo pegado: ese Neo Tokio me parece cercano, íntimo, demoledor. Gente perdida que se encuentra a sí misma. Adolescentes dando vuelta en una ciudad que los supera. Héroes accidentales. Una narrativa que no va a ninguna parte. La luna que sale de su eje. Rayos láser. Anfetaminas. Un mundo cuya felicidad consiste en que se acabe. 20 años de Akira son una celebración extraña: volvemos a Akira como a nuestra vieja habitación de adolescentes, como a los viejos discos de rock que nos sabíamos de memoria y repetimos como un mantra en la soledad, al modo de imágenes que nos confrontan con nosotros mismos mientras nos demuelen o iluminan”.
En Wikipedia
“Aunque su ambientación es claramente cyberpunk, no recuerda a nada visto antes (al menos en occidente). Por ejemplo otros animés, como Ghost In the Shell, sí tienen mucho de este género, inventado por el canadiense William Gibson en 1982, pero Akira maneja un toque original, y es que ese mundo futuro donde las nuevas tecnologías están al servicio de los militares, donde la superpoblación es un problema sólo para los pobres que la sufren, y donde la gente necesita de sectas para dar sentido a esa realidad, recuerda demasiado al mundo futuro hacia el que nosotros parecemos abocados”.
Mike Wilson, autor de El Púgil, la más reciente novela de ciencia ficción chilena, también apunta la importancia del guión en la construcción final de Akira, pero centrando su idea en el significado cultural del mismo, “clave es el punto de partida. comienza con esa escena sublime, con la destrucción de la metrópolis. Es la quintaesencia de la psique post-apocalíptica japonesa. Esto le recalcó al occidente que ellos (los japoneses) ya estaban en el después (gracias a Hiroshima y Nagasaki) y que nosotros seguimos en el antes. Algo así como el discurso mesiánico de las tradiciones judeocristianas, para unos ya llegó, otros aún lo aguardan. En el caso del fin del mundo, Akira no solo es el después, es un después que nos supera, aun cuando es distópico. Akira fue un fenómeno de mayor impacto entre los gringos y los europeos en el sentido de que no estaban muy familiarizados con el discurso pop hecatombe japonés. en Latinoamérica, nos habíamos criado con Ultraman, San-ku-kai, Fuerza G, Robotech. cuando Akira llego por estos lados, alucinamos, pero a la vez nos era familiar. Todos ya teníamos un niño japonés adentro”.
Aparte del relato, rescata Rodríguez (Akira. pantalla de sueños), la película tiene tres cosas que hacen que el apartado técnico se aleje mucho de las otras obras similares. Lo primero es la sincronización de los labios con el doblaje. La Disney lo había utilizado antes, pero en Japón era la primera vez que se usaba. Primero se dobló y luego se añadieron las bocas, para sincronizarlas perfectamente. Hoy en día ya no es novedad, pero en 1988 era asombroso el efecto realista que proporcionaba (incluso se puede apreciar viendo la película doblada). Después está la utilización del color: el “comité Akira” de Otomo usó 734 colores para el universo de Akira, todos pintados a mano plano tras plano. Además ocuparon el naranja en vez del azul para las escenas nocturnas (una gran parte de la película transcurre de noche) una opción entonces impensable. Sin embargo los resultados son evidentes, un fotograma de Akira es inconfundible gracias al naranja: simplemente una firma del futuro, solo pensemos en los actuales skyline nocturnos de Shanghai, Dubai, Hong Kong, Tokio o nuestro propio Santiago, ¿qué color domina el horizonte? ¿la noche urbana es azul o anaranjada?
Y por último está la música. El compositor, Shoji Yamashiro tuvo entera libertad para hacer lo que el quisiera, abordar las imágenes desde lo sinfónico, lo electrónico o lo tribal. El resultado es una maravilla auditiva con una compleja partitura que mezcla temas hechos enteros con un xilófono de bambú (el mítico leit motiv que se escucha durante persecución de motos del principio), hasta otros que más parecen sonidos de discoteca con guitarras eléctricas, todo ello aderezado de unas potentes voces corales que son el centro de toda el sonido ambiental del filme. La música de Akira es una de las bandas sonoras más extrañas y complejas que se pueden ver el cine.
UN MISTERIO, ¿QUÉ ES AKIRA?
La pregunta es más complicada de lo que parece y ha molestado a todos quienes han buscado una respuesta al ¿qué me están contando Otomo? Se supone que Akira fue alguna vez un niño japonés que vivía como cualquier otro niño japonés, hasta que agentes del gobierno, participantes de un complejo proyecto secreto, descubrieron que poseía un aura especial mediante la cuál se podría, eventualmente, acceder a un poder desconocido. Entonces el muchacho fue apresado y convertido en “conejillo de indias”. Se le traslado a instalaciones especiales, en las cuales se encontraban otros niños que previamente habían sido tomados por el gobierno. Al igual que a ellos, se le grabó un número en su mano (con el cuál se le pasaría a denominar), Akira fue conocido como el NUMERO 28.
El objetivo del experimento, que llevaba décadas de desarrollo, era descubrir la clave para poder obtener el control absoluto sobre el ser humano hasta lograr un nivel muy evolucionado, en el que el ser humano no tuviera limitaciones (algo muy parecido a la idea del superhombre de Nietzche). El NUMERO 28 demostró desde un principio que era el sujeto con las cualidades necesarias para poder llevar adelante el proyecto, incluso se estuvo cerca del éxito, sin embargo la operación se salió de control. El ser humano no estaba preparado para manejar tal poder, no podía controlar lo que estaba haciendo y los graves accidentes (uno de los cuales fue camuflado como una bomba atómica, para así ocultarlo a la opinión publica) fueron sumándose uno tras otro. Entonces se decidió criogenizar a Akira para revivirlo cuando se contara con la preparación necesaria para controlar su poder. El niño fue congelado en una gran máquina enterrada bajo el Estadio Olímpico de Neo Tokio. Cuando Akira es despertado –hacia el tercio final de la película- se le ve como un ente de cuerpo traslúcido, con una imagen entre material e inmaterial, que sólo aparece en medio de un confuso momento, cuando Tetsuo estaba totalmente fuera de control.
Así, es difícil establecer qué o quien es exactamente este ser llamado Akira. Tal vez simplemente nadie este capacitado aún para entender el misterio.
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