Sunday, December 07, 2008

No capturar ninguna presa

Por Francisco Mouat

Anoche figuraba en la Plaza de Armas de Los Andes abrazando a un ciudadano a quien probablemente nunca volveré a ver en la vida. No sé nada de él, ni cómo se llama, salvo lo que alcancé a apreciar durante el lapso que duró la presentación de mis libros. El hombre estaba bastante pasado de copas, pero sin perder la dignidad; le hablaba a un clásico quiltro de plaza, a veces repetía en voz alta las últimas frases que yo iba diciendo, y al final se acercó a abrazarme y darme la mano y las gracias por mis lecturas. Creo que esto es lo mejor de las ferias del libro en provincia a las que voy si me invitan.

En el caso de uno, que no es figura ni sale en la tele ni hay una razón demasiado lógica para que tome la palabra y haga uso de un micrófono, salvo que publicó un libro, el público suele ser más escaso que numeroso, lo que en el tiempo me ha enseñado a valorar este momento como un privilegio. La mayoría de los pocos que llegan o pasan por ahí y a ratos se quedan, lo hacen más por azar que por querer escucharte especialmente a ti. Es una casualidad que los conozcas. Están porque no quieren aburrirse en casa y prefieren ver qué les ofrece hoy el programa de actividades de la feria sin que se hagan demasiadas expectativas. Es interesante comprobar que aunque varios se levantan de sus asientos y se van porque aquí también se aburren, otros en cambio se van quedando, y es ese el momento en que uno los mira a los ojos y por un instante el tiempo y el mundo se detienen, lo que nos permite después recordar esos rostros que parecían mostrar un genuino interés en la historia que les estabas contando.

Una amiga me escribe a pito de nada desde su cuarto de lectura para regalarme un texto que está leyendo y que desea compartir. Le doy las gracias en esta columna. Le digo que siempre recordaré el día en que transcribió para mí el fragmento de un libro que no muere: Memorias de Adriano. Algo así como "el misterio específico del sueño por el sueño mismo". Una reflexión entrañable, que no entiendo demasiado bien por qué la vinculo con mis pensamientos de los últimos días. Necesitamos soñar. Liberarnos por un momento de la pesadez de lo real. En los sueños, dice Adriano, nos reencontramos con los muertos. En los sueños aliviamos la fatiga, dejamos de ser quienes éramos para ahora ser otros, más livianos, más confusos.

He pensado mucho en estos días sobre qué es realmente lo que quiero de mi vida, y cómo vivirla sin caer prisionero en las mentadas exigencias que uno mismo se impone y los demás te empujan a concretar. A veces me exijo demasiado. Sin darme cuenta, voy dejando pocos espacios en blanco en la agenda de la semana. Pocos espacios despejados en la cabeza y en el espíritu para completarse imprevistamente. Es verdad que trabajo en libros futuros, pero vaya uno a saber si esos libros deben concretarse un día, o importa más el trayecto en que uno pueda demorarse tanto como desee, la vida entera si quiere. Releo el poema de José Emilio Pacheco que Antonia me pide le envíe: "No importa que la flecha no alcance el blanco/ mejor así/ no capturar ninguna presa/ no hacerle daño a nadie". Un amigo mío hablaba de tener "ambiciones cortas". Qué bella expresión. Supone desear algo, pero al mismo tiempo supone que ese deseo se viva a escala humana, que no nos traicione.

Junto a las ambiciones cortas, el ritmo y la velocidad con que ellas se viven son también fundamentales. No hay un solo ritmo deseable. Está el ritmo moroso de cierta literatura condensada, el ritmo sostenido de un maratonista, el ritmo febril de una danza alocada que intenta conectarse con mundos divinos. A mí me gusta más la velocidad de una citroneta que la de un Ferrari de la Fórmula Uno. En la citroneta puedes irte fijando en el camino, y las detenciones parecen naturales. Esas pausas son, en algún sentido, un canto a la vida. En los Ferrari, en cambio, el destino natural de tanto vértigo, de tanta adrenalina, es estrellarte en un muro o cruzar la meta sin haber visto nada o casi nada, que es lo mismo que coquetear con la sombra de tu muerte.

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