Monday, December 15, 2008

Lectores distantes

DIARIO DE LECTURA Roberto Merino



Yo suscribo la opinión de unas pocas personas: que Valparaíso, la ciudad del viento, de Joaquín Edwards Bello, es una de las novelas más totales y de mayor inspiración que se han escrito en Chile. Creo que la he leído a lo menos cuatro veces desde la adolescencia hasta hoy.

No me cabe duda de que se trata de una gran obra, comparable a cualquiera de los mamotretos europeos de entreguerras que las modas literarias nos han puesto en el camino. Sus personajes son complejos, cerradamente dramáticos, y están irradiados por un pathos no menor al de los paisajes descritos: los resecos paisajes de los campos aledaños a las líneas férreas y los de la ciudad, vaporizados y multitudinarios.

Cada una de mis relecturas ha sido ejecutada por sujetos distintos, tan distintos como puede ser un niño que busca la sabiduría y un viejo reciente que no está dispuesto a tolerar ni un centímetro de aburrimiento. Es una magia verosímil de la literatura ese hecho casi trivial: que releer un libro es como mirarse al espejo de tiempo en tiempo. Es otro el que lee cada vez y es otro el que se mira.

Me pasó algo similar hace muy poco con la otra novela destacable de Edwards Bello: La chica del Crillón. La volví a leer impelido por mi participación en un documental de Carlos Pérez Villalobos y pude darme cuenta de que no recordaba más que una escena: la de Teresa Iturrigorriaga bajándose en la noche de un tranvía en la Alameda con Libertad, para seguir luego a pie hasta la sombría calle Romero, la vía de sus calvarios sociales.

¿Cómo pude haber olvidado tanto? ¿Al padre aislado y enfermo, a la cachetona oníricamente lésbica, a los figurones burlescos y perfumados? Del mismo modo, se me fueron por el tobogán del olvido las parientas beatas, avinagradas, habitantes de una mansión oscura, con cuadros religiosos oscuros, "predicadoras de la muerte", según la expresión de Nietzsche. Y las nuevas casas de los años treinta, construidas conforme a los discursos flamantes de la modernidad que trataban de ponerle un poco de luz y de ruido a la vida santiaguina.

Quizás lo que más impresiona en La chica del Crillón tiene que ver con el fenómeno de la escritura. Si bien el narrador corresponde a la voz de Teresa, en primera persona, uno siempre está descubriendo detrás la voz del propio Edwards Bello y aún más: la voz del cronista.

Alone criticó las novelas de Edwards argumentando que al autor "lo traicionaba el cronista". Lo extraño es que para un lector actual no hay traición alguna. Si pensábamos que para construir una voz dramática hay que atenerse a la oralidad específica del personaje, Edwards Bello demuestra que no hay para qué. Es tal su identificación con Teresa Iturrigorriaga que bien puede hablar el uno por el otro, y finalmente llega a parecernos verosímil -en el vértigo del relato- que esa niña bonita y socialmente herida eche pericos contra los especuladores bursátiles, los falsificadores de mantequilla o la debilidad de la moneda, como hizo tantas veces el hombre que la inventó.

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