Thursday, December 18, 2008

El sonido

Por Álvaro Bisama

Hace un par de días se publicó la noticia de que el ex Prisionero Claudio Narea está preparando sus memorias. No es un dato azaroso. En los últimos años la bibliografía de textos sobre el rock chileno ha aumentado exponencialmente. Biografías, ensayos y libros de entrevistas han venido a suplir la tradición ausente de una escena que lleva más de cuarenta años siendo un referente en nuestro campo cultural.

De hecho, dos de los libros más interesantes que salieron este año se refieren a ella: Pinochet boys, el libro objeto que da cuenta del nacimiento, vida y muerte de la banda del mismo nombre, y Prueba de sonido, de David Ponce, donde el periodista traza una enciclopedia del rock nacional desde su prehistoria en los cincuenta hasta la mitad de los años 80. Pero hay una diferencia central entre ambos textos. Mientras Ponce rastrea una memoria invisible, perdida y jamás narrada, los Pinochet Boys hacen ostentación de su propio mito en un formato deluxe, algo irónico para una banda que escasamente tocó en vivo y que, aparte del nombre —que es genial, hay que reconocerlo—, nadie escuchó demasiado en su momento.

Por supuesto, ellos —sobre todo Miguel Conejeros, el miembro que armó el libro— tienen derecho a contar la historia como se les ocurra, pero es imposible no encontrar una paradoja ahí. Eso, porque si Ponce reconstruye un relato secreto de nuestra cultura, dignificando lo evanescente y convirtiendo lo nimio en una verdad épica, el libro de los Pinochet Boys juega al autohomenaje, a la desesperada fijación de un lugar en la historia. Hay justicia ahí, pero también algo de violencia, al proponer como esencial para nuestra cultura un álbum que es casi siempre un retrato de la intimidad. Las fotografías de Gonzalo Donoso (la médula espinal del libro) son impactantes, pero tienen un solo problema: casi nunca se ve a nadie más allá de la banda y su círculo íntimo, los que posan con actitud punk —o afectado cuidado— para su lugar en la historia. Gracias a ellas, amén de las confesiones de los miembros de la banda (Iván Conejeros: “Nosotros éramos la pregunta y la respuesta”), los saludos de los amigos, el relato va a adquiriendo paulatinamente un tono legendario.

Al revés, Ponce no confía en nadie. O, mejor dicho, decide confiar en todos: creer en su relato deshilachado que es la fuerza de su libro. Porque en Prueba de sonido se reportea hasta la extenuación para describir minuciosamente una escena desaparecida. Para su autor, el rock es una llave que abre la puerta de la identidad, una lengua nacional que se aprende a hablar paulatinamente. De la Orquesta Huambaly a Fulano, del Harry Shaw a los Psicodélicos, de Raul Alarcón a Florcita Motuda, todo en el libro se convierte en un relato coral que se resuelve como la historia del país contada por sus ciudadanos, una historia que lleva hasta el límite el epígrafe del volumen, sacado de una de las mejores canciones de Guiso: “A todos los que fueron/ lo mejor es que existieron/ y han dejado el sonido/ no les puedo pedir más”.

Así, la distancia entre ambos libros podría señalar los caminos divergentes que existen en torno al pasado. Años atrás, en La era ochentera, Macarena García y Óscar Contardo le enseñaron al lector que la nostalgia siempre debía ser algo político, infinitamente más afilado que el mero acto de recordar. La distancia que separa al volumen de los Pinochet Boys de la enciclopedia de Ponce tiene que ver con eso: es la misma que se interpone entre lo publicitario y lo mítico, entre lo fugaz de lo terrible, entre el autobombo y una tradición esencial pero apenas revelada.

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