El viernes 12 de diciembre, pasadas las dos de la tarde, nos despedimos. Entro a su pieza en el hospital, él duerme. Un masajista cubano ha logrado relajarlo, después de que pasara mala noche y descansara poco y nada. Como duerme, acompaño de pie su sueño y el silencio pesado de la habitación mirando el decorado que acompaña a mi amigo del alma en sus últimas horas de vida: una cortina floreada, muros de un amarillo tenue y deslavado, un televisor negro allá arriba, en el rincón, apenas encendido un par de veces en dos semanas.
Abrazo a Tiare, su hija mayor, que vino de Escocia a acompañar a su padre. Lloramos juntos. No entendemos demasiado bien qué sucedió para que él esté aquí, sin cumplir todavía cincuenta años, recostado en una pieza del cuarto piso de un hospital de Santiago, sin poder recibir una gota de alimento desde hace ya casi veinte días. Mientras escribo estas líneas, gotas de suero inyectado a la vena lo mantienen hidratado y respirando. No sé si así será todavía el día en que lea esta crónica impresa en la revista.
Cuando despierta y nos miramos, un impulso incontenible me hace abrazarlo, besarle la mano, la mejilla, y decirle al oído lo importante que ha sido en mi vida. No exagero un ápice. No me dejo llevar por la emoción. Esto es rigurosamente cierto y comprobable: José Luis Molinare Zuanic es una de las personas que más han pesado en mi vida.
La Tiare y su hermano Nicanor nos dejan solos en la habitación. Mi amigo del alma me toma la cabeza con sus manos fuertes, las mismas manos que han sanado a tanta gente en los últimos años, y siento la fuerza de sus dedos en mi nuca. Generoso, ocupa sus últimas energías en acogerme, dice algo sobre la amistad verdadera, confiesa que la primera vez que vio mis ojos detrás de "mis potos de botella", cuando éramos muchachos de colegio, supo que seríamos amigos toda la vida. Lloramos los dos. "Me estoy yendo, Panchito", termina diciendo en voz baja.
Abandono la pieza sabiendo que no volveré a entrar, que no quiero quitarle un solo gramo más de la mínima energía que lo sostiene. Afuera están Nicanor y la Tiare, y volvemos a abrazarnos los tres. Nicanor nos extiende una hoja de papel con un poema que escribió la noche anterior dedicado a José Luis, un poema doliente al hermano del alma que se está yendo. Nicanor cuenta entusiasmado que José Luis le dijo que había soñado con el abuelo Zuanic, que el viejo lo está esperando en algún sitio: "Mi hermano está tranquilo, ya sabe que tiene dónde ir". La Tiare dice que su papá no le teme a la muerte, y que su dolor es porque ama demasiado a la vida, y le duele dejar lo que aquí habita con él.
Uno empieza a recorrer la película de una vida juntos, a ver imágenes nítidas. Lo veo de Señor Corales en Ecuador, cuando junto a su papá transmitieron la Copa América del 93 para la Cooperativa y me hicieron debutar en el comentario radial. Lo veo el día de mi matrimonio en la playa, cuando llegó a Santo Domingo con la Marisol, la Tiare y Pedrito. Lo veo en el matrimonio de la Tiare un mediodía de sol, en medio de unos jardines maravillosos, bailando y disfrutando a su hija. Lo veo ofreciéndome almendras en su casa en Pirque, o haciendo lucha libre en las olimpiadas del colegio, o abrazando a los amigos en uno de los tantos cumpleaños que celebró en su casa de la calle Oxford. Lo veo y lo escucho, por teléfono, cuando hace apenas unas semanas acordamos que fuera a ver a mi amigo, el doctor chino, para que lo ayudara a recuperarse. Ahora lo veo dormir en su pieza del hospital, justo antes de que despierte, nos abracemos y nos despidamos: reparo en las cortinas floreadas, en sus delgadas piernas, y me digo esto también es la vida, la enfermedad terminal de un amigo del alma que me marcó a fuego, que no me abandona, y que envuelto por el amor y el dolor pide una tregua.
Monday, December 29, 2008
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