Por Rafael Gumucio
Hace algunos meses el popular Roberto Ampuero publicó un artículo en el que llamaba a los jóvenes escritores a irse de Chile lo más pronto posible. El aire enrarecido de nuestro ambiente literario era, según él, un veneno insoportable del que tenían que alejarse a toda velocidad. Es un consejo que yo mismo he seguido cada vez que he podido. Salir de Chile es indudablemente una buena cosa para cualquiera, a condición de no caer en la más encerrada, en la más claustrofóbica, en la más provinciana de todas las regiones de Chile: la famosa decimocuarta región, el Chile fuera de Chile.
De ese Chile parece no haber escapado justamente la última novela de Roberto Ampuero, El caso Neruda. Un país lleno de poetas, de mujeres de fuegos, de noches locas en Valparaíso, y de concentraciones de la Unidad Popular. Un Chile que quizás sólo existió en los sueños de algún profesor alemán hace muchos, demasiados, años.
Humanizar al poeta nacional, hablar de sus mujeres, su bar y su gusto por las novelas policiales, es algo que a estas alturas sólo puede sorprender a los transeúntes neozelandeses del aeropuerto internacional de Santiago. Ahí, y sólo ahí, abundan los versos más dulzones del poeta de Isla Negra inscritos en toda suerte de lapislázulis, o su poderoso perfil dibujado en bandejas de cobre al lado de un par de mascarones de proa. La novela armoniza perfectamente con este tipo de souvenir.
García Márquez o Vargas Llosa pudieron encontrar en sus buhardillas europeas una imagen más completa y compleja de sus países gracias a que nadie en Londres o en Barcelona les recordaba cómo era, o debía ser, el Perú o la costa caribeña de Colombia. El primer escollo al que se enfrenta hoy el escritor latinoamericano honesto cuando sale de su país, es el país inventado, o recreado, que exiliados y profesores universitarios intentan imponerle como el suyo. Violeta Parra, Neruda y Allende para los chilenos. Pancho Villa y Frida para los mexicanos, y el mismo García Márquez para los colombianos. Algunos, temerosos de decepcionar, huyen hacia alguna fábula centroeuropea que los redima de su mestizaje; otros, hacia la intimidad de unos departamentos con gatos y saxofón y lágrimas porque papá nunca los quiso. Otros viran al posmodernismo en que todos se conectan por internet con sectas secretas de poetas asesinos, vampiros y japoneses. Otros, como Ampuero, se limitan a limpiar la leyenda de todas sus espinas, y entregan un producto blanqueado y fileteado para que la dueña de casa cocine el famoso caldillo de congrio nerudiano.
Comprender sin embellecer, contar sin citar, decir sin acomodarse, en eso consiste para mí el trabajo del escritor. Para las generalidades están ya los sociólogos; para los eslóganes, los publicistas. El escritor no trabaja con cifras, ni con fórmulas, sino con paradojas y matices. Trabajo apasionante en países, los nuestros, que todos prefieren resumir a un par de imágenes y estadísticas que les permita ahorrarse la densidad de sus contradicciones.
Toda la literatura rusa del siglo XIX nace de la sensación de que su país no era realmente europeo, pero tampoco era del todo asiático. En Almas muertas, Gogol defiende, como lo haría cualquier santiaguino o limeño de hoy, la fealdad viva, real, de sus ciudades, frente a la belleza perfecta de las grandes metrópolis europeas. Ante ese mundo de esclavos y amos, de progreso y censura, los escritores rusos, como los latinoamericanos, se dividieron entre los de adentro y los de afuera.
Los de adentro, como Tolstoi o Dostoievsky, cantaron la belleza de ese pueblo aparte, cerca del látigo pero también cerca de Dios. Turgueniev, por el contrario, le hizo caso a Ampuero, y huyó apenas pudo del aplastante invierno y de la terrible soberbia, de Rusia y su intelectualidad. Vivió en Francia y Alemania, refinando un estilo lírico y preciso del que Flaubert aprenderá casi todo.
Se fue lejos Turgueniev sin separarse nunca del todo de Rusia. En la cima de su talento, pudiendo la vida entera dedicarse a publicar deliciosas novelas de amor, se preocupó de investigar un pequeño movimiento de disconformes jóvenes rusos. Sobre esos tres o cuatros tipos raros (el equivalente a escribir hoy sobre los disidentes de la UDI, o los emos del Portal Lyon) que pensaban en casi todo lo contrario de él, escribió su mejor novela, Padres e hijos, la más universal justo porque es la más provinciana, la que quería hablarles a tres amigos sobre un tema muy particular, y le sigue por eso mismo hablando al mundo entero.
Turgueniev aprovechó además de darle un nombre a un fenómeno antes invisible del que todos seguimos hablando hoy: el nihilismo. Si la literatura tiene algún deber social, quizás es ese, hacer visibles los fantasmas que habitan nuestras almas y nuestras siquis, pero también las que habitan el alma de una sociedad, de una cultura. A lo mismo, con método y conclusiones distintas, se abocaron Tolstoi, Dostoievsky y Chéjov. Lo que llamamos Rusia hoy en día es fruto del debate de esos escritores que se quejaban de que Rusia no existía y que no tenía ciudades o tradiciones que merecieran ser escritas.
A ese país, el que inventamos, el que debatimos, el que simboliza un dilema moral, es importante que el escritor no deje nunca de pertenecer. Del territorio geográfico, de las fronteras y de las aduanas que llevan su nombre, da lo mismo cuantas veces salga.
Thursday, December 18, 2008
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