Tuesday, October 07, 2008

Se arrienda

El problema central, para mí, de "Se arrienda" es uno solo. Pero es capital. Fuguet y Ortega no leen poesía. Mira la hueá que estoy diciendo, parece una superficialidad, pero no. Después de disectarla hasta el hastío, creo que ese es el problema. En las entrevistas, los dos señalaban que querían hacer una película buena de adentro, una cinta que te haga sentir bien. Creo que no es ni uno ni lo otro.
No es una mala película, ojo. Pero esta historia de inmadurez y egocentrismo no era lo que se vendía. Gastón, hay que decirlo, es un pelmazo. Cero conexión o empatía con ese hueón. Tal vez me identifique con cierta frialdad y cierta parálisis cobarde, pero definitivamente es hueón no me cae bien. Su engrupimiento asqueroso y callado. Sentirse superior a todos aunque no lo diga. Su dependencia de su familia millonaria. Desde el principio, con sus insoportables amigos, todo hace indicar que serán los jiles del futuro. Los malditos engrupidos que se venían para la transición. ¿De qué se extraña que sus amigos "hayan cambiado"? Nunca cambiaron, sólo se estaban preparando para ser lo que fueron.
Fuguet, eso sí, sabe filmar las mujeres, las sabe elegir. Tiene un buen casting para las mujeres.


Furia bajo control
Por Christián Ramírez

El debut como director de Alberto Fuguet no es un bombazo ni algo para olvidar. Mejor entenderlo como una historia consciente de sus propios límites, un artefacto personal, un genuino hijo de su imaginación.

La creación de un mundo privado que funcione como mecanismo de reloj, micro sociedad o panteón de dioses paralelo se ha convertido en un método de trabajo y en un lugar de refugio para mucho cineasta contemporáneo. Es imposible pensar en Wong Kar Wai sin visualizar suntuosos decorados, almas en vilo e historias interconectadas de un filme a otro (Con ánimo de amar, 2046). Algo parecido ocurre con las abultadas y estrambóticas familias de Wes Anderson, quien de un filme a otro –Rushmore, Los excéntricos Tennebaum, La vida acuática- ha insistido en contemplar el mundo como un conjunto de complejas y hermosas cajas de muñecas. El caso más extremo, sin duda es el de Tarantino, que por propia confesión pasa horas pensando en las conexiones internas de sus pasados filmes –Mr. Blonde de Perros de la calle es hermano de Vincent Vega (John Travolta), de Pulp Fiction- o imaginando continuaciones de sus ficciones ad infinitum: ahora quiere hacer Kill Bill 3, pero diez años más tarde.

Creadores de historias como esos por lo general están obligados a vivir en dos mundos, el suyo y el del prójimo, de modo que el poder de sus ficciones descansa en su capacidad de conducir las emociones de un lado al otro, sin dejar tiempo para chequearlas con la realidad. Quizás eso sea lo que buscarán muchos al interior de Se arrienda, el primer largometraje dirigido por Alberto Fuguet: que sea una suerte de correlato visual de lo que sus ficciones literarias han estado pregonando desde fines de los ochenta, cuando apareció en las tiendas su otro debut, la novela “Mala onda”. El punto es que si el espectador busca sólo eso, probablemente se está equivocando de película.

GOLDEN BOY

Cuando el Fuguet escritor apareció en el mapa, en aquellos días de la Biblioteca del Sur (esa colección de libros blancos de la Editorial Planeta) se reparó en esa idea del mundo privado. Tal como ocurría con las obra de Salinger e Easton Ellis, algunos de sus personajes reaparecían en diferentes relatos o por lo menos insinuaban vivir en un Santiago paralelo, que obedecía plenamente a su voluntad y los límites de su imaginación. Claro que el suelo no era lo único que compartían. Puede que el rasgo más común de los personajes de Fuguet no sea el cúmulo de referencias pop con que se visten sino su rabia. No la que se siente al explotar de furia y perder el control sino la que civilizadamente se doméstica hasta que se convierte en una segunda piel.

Desde ese punto de vista, Gastón Fernández el protagonista de Se arrienda es tan hijo de su autor como Matías Vicuña (“Mala onda”), Enrique Alekán, Andoni Llovet (“Por favor, rebobinar”), Alfonso Fernández (“Tinta roja”) o Beltrán Soler (“Las películas de mi vida”). Lo menos que se puede decir es que odia la situación en la que se encuentra: músico de profesión, de regreso en el país, sin carrera, sin ahorros, sin AFP ni cuenta corriente. Un adolescente de 33 años rodeado por amigos que están blindados, casados, separados, engrupidos o decepcionados. Pero que “están” en algo, mientras él se ve obligado a aceptar un trabajo como corredor de propiedades en la inmobiliaria de un padre, quien lo trata como si fuese un caso clínico, una alergia que cuesta erradicar.

Hay algo de crueldad en esto de presentar a un protagonista reducido a su mínima expresión, alguien que durante buena parte de la narración está más preocupado de pagar sus cuentas que por buscar sentido a las cosas ni menos la mujer de su vida. El efecto es más sádico aún, porque Fuguet agrega un prólogo ambientado en Mendoza el 88, durante el historiado concierto de Amnesty por los derechos humanos y donde es evidente que- de su grupo de amigos- es Gastón quien debe aspirar a la grandeza, a escribir música para películas, a convertirse en un “golden boy”.

Hablando en términos cinéfilos, como seguramente lo haría el propio Fuguet, uno puede imaginarse a Gastón (Luciano Cruz Coke) tan atrapado como los héroes de las películas de Cameron Crowe: repensando su situación frente al mundo (Jerry Maguire), obligado a dar muestras de responsabilidad (Casi famosos), sintiéndose un paria dentro de su propio grupo de conocidos (Vanilla sky) y mantenido en pie por pura autoafirmación (Digan lo que quieran). La referencia no es casual, porque si bien el lío en que está metido Fernández es cosa seria –la adultez parece que va a aplastarlo en cuestión de minutos-, Fuguet de algún modo sigue los pasos de Crowe y decide aliviar la presión, dar tregua y ser cariñoso con el desvalido, por lo que una vez que se enriela Se arrienda comienza perceptiblemente a separarse en varias películas, varias ideas, unas más desarrolladas que otras y que el propio realizador vacila en priorizar. ¿Qué está primero, a qué hay que ponerle más fe: a la caída de Gastón, a su toma de conciencia, a su curación?

Se supone que el proceso debería ser uno y eso calza cuando Fernández intenta procesar lo que ha ocurrido con sus amigos y trata de asimilar qué es lo que los ha vuelto tan pragmáticos y cínicos, pero comienza a hacer ruido una vez que los realizadores deciden introducir una introducir una historia de amor. Fuguet y Francisco Ortega, su coguionista, lo resuelven con la aparición de Elisa, una joven que ha escuchado el único crédito cinematográfico de Gastón, la banda sonora para el corto Las hormigas asesinas (del cual se ven reiteradas imágenes en la cinta), pero lo que ocurre entre ambos pertenece a una película paralela, situada en otro mundo y otra generación, una que no siente miedo de citar a filmes como Tiempo de volver y Manhattan cuando le parece necesario. Seguro que más de alguien acusará al realizador de pecar de cuidadoso en su primera aventura fílmica, por ser conservador con la narración, por hacer que su diálogo (dependiendo del actor a cargo) suene demasiado literario o por tropezar en asuntos de estructura, pero es interesante que mientras la película y su puesta en escena van fragmentándose sin remedio, el mundo interior del protagonista acabe por quedar configurado al completo. Hacia el final, en la última escena que Fernández y su padre comparten (una toma fija –una de las imágenes del año- que los muestra a través del parabrisas de un auto, en un autolavado) ya ni siquiera hay que seguir buscando metáforas adecuadas para Gastón. Caiga bien o caiga mal, a esas alturas la audiencia sabe perfectamente quién es él.




Se Arrienda Daniel Villalobos

Indudablemente el Santiago de esta cinta es nuevo en el cine chileno y ciertos ritmos de la ciudad (como puede atisbarse en la secuencia del restaurant de comida rápida) están ahí, más reconocibles de lo que uno quisiera. Pero el fondo del asunto, que la opción del protagonista por su vocación o la estabilidad se decidiera a un nivel tan personal y básico, que el dilema terminara siendo “elige esta mujer que te quiere, elige este trabajo que te permite respirar tranquilo, madura en silencio y agacha el moño”, que, a la larga, la historia evada lo que era esencial a su premisa (la relación de la peripecia individual con el contexto social que la origina), le limó las uñas.
En su origen esta era –o debió ser- una historia política: la pregunta de fondo no es qué le pasa a Gastón Fernández, sino por qué la opción de vida que llevó o quiso llevar lejos de Chile es imposible aquí. Por qué la corbata y el contrato se han convertido en el único futuro viable para su generación y las que le siguieron. Suena repetido, pero sigue siendo muy cierto: para que un drama individual vuele alto, tiene que estar intrínsecamente ligado al resto de la comunidad.
Y es divertido, porque esa conexión es aludida oblicuamente en esos amigos pelmazos del protagonista. Lo mejor de las ficciones de Fuguet siempre ha sido –contrario a lo que muchos creen- su capacidad para crear hijos de puta que no saben que lo son. Personajes que denuncian las mismas traiciones que ellos cometen o terminarán cometiendo. Hay un gran momento en la película, cuando Fernández y sus amigos caminan en las sombras de una callejuela, contando la historia de una ex – compañera que fracasa, cae bajo y termina pobre y sola. No hay piedad ni empatía por ella, sólo la moral carnicera de quienes la convierten alegremente en cuento de terror: “Dios te da tres avisos para que arregles tu vida”, dice uno de ellos “si no atinas al tercero, cagaste”.
En esa crueldad, en esa habilidad para retratar la mirada ciega que sólo ve el país que crece, los edificios nuevos y la ropa de marca, Fuguet tiene olfato suficiente para una próxima película. Una que no tenga tal vez tanto corazón, pero sí algo más de colmillos.

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