Por Francisco Mouat
Hace pocas semanas se publicó en esta revista una crónica que es uno de los primeros capítulos de mi libro El empampado Riquelme, volumen que acaba de ser reeditado. La historia, sin ánimo de dar la lata, trata de un chileno que trabajaba como portero del Banco del Estado de Chillán, y que en el verano de 1956 viajó en tren al norte, al bautizo de un nieto en Iquique. Nunca llegó a la estación donde lo esperaban. Pero cuarenta y tres años más tarde, en el verano de 1999, en los últimos días del siglo veinte, cuando Julio Riquelme Ramírez había sido olvidado para siempre, sus restos aparecieron en la mitad del desierto de Atacama.
Riquelme fue enterrado por sus familiares en el cementerio 3 de Iquique en el invierno de 1999, y su hijo Ernesto se quedó cavilando sobre la suerte de su padre, sobre el silencio y la soledad que lo acompañaron en el desierto durante casi medio siglo junto a sus pertenencias que permitieron identificarlo sin problemas: "Riquelme se quedó solo en el desierto, sin más compañía que su propio ruido y el sonido del viento, sin más compañía que el sol del día y el frío de la noche, sin más compañía que la dureza de las piedras, el idioma del silencio y el espíritu de la pampa. Quiso salir de donde estaba, quiso cambiar su suerte, pero su suerte ya estaba echada. El reloj de Riquelme se detuvo a las diez y media. No sabemos si a esa hora había sol o había estrellas. No sabemos nada, salvo que Riquelme murió en ese lugar y cuarenta y tres años después alguien lo encontró tendido al sol, con todos sus huesos blancos y calcinados a la vista, sin poder decir una palabra, pero escribiendo un alfabeto completo sobre el tiempo, la vida y la muerte".
Carlos Sutter, un chileno que es piloto de avión y que hoy tiene 81 años de edad, leyó la crónica sobre Riquelme publicada en esta revista hace unos días y se le puso la piel de gallina. Tuvo la absoluta seguridad, mientras leía, por las coordenadas en donde fueron encontrados los restos de Riquelme, y por la vestimenta que traía, que el cuerpo sin vida y ya convertido en esqueleto que Sutter vio desde el aire en el desierto de Atacama, en octubre de 1962, era el mismo de la crónica.
Sutter traía a Chile una pequeña avioneta Champion desde Wisconsin, Estados Unidos, y ya llevaba un buen tiempo viajando solitario en ella. Ese día de octubre de 1962, había despegado en la mañana desde Cerro Moreno, el aeropuerto de Antofagasta, poco antes del mediodía, y más o menos una hora más tarde, sobrevolando el desierto a una velocidad no superior a las ochenta millas por hora y a unos cincuenta o sesenta metros de altitud, divisó un esqueleto semivestido en plena pampa. El hallazgo le causó gran impresión. Dio media vuelta y volvió a sobrevolar el lugar. En ese momento advirtió con precisión cómo el viento movía el abrigo gris que cubría en parte los restos de ese sujeto que había muerto solo en el desierto.
No recuerda bien Sutter cuál fue su próxima detención: si Copiapó o Vallenar. De lo que sí está seguro es de que informó a la Dirección de Aeronáutica del hallazgo, indicando además las coordenadas. Pero ya de regreso en Santiago, no volvió sobre el tema, nunca más preguntó por él, y olvidó para siempre a esos restos con los cuales se había cruzado azarosamente en medio de la pampa.
El destino de Riquelme fue haber sido olvidado una y otra vez. El relato que en forma generosa me narró telefónicamente Sutter hace un par de días no hace más que confirmarlo. Ahora, con los años, el viejo y experimentado piloto se pregunta en voz alta: "¿Por qué no hice nada más, por qué me contenté con reportar el hallazgo y luego abandonar el asunto?".
Impresiona comprobar cómo historias que uno cree definitivas y fijadas en la memoria vuelven a sacudirte, a mirarte a los ojos, a decirte que la biografía de cualquier hombre es siempre incompleta, imperfecta, fragmentaria, y que el movimiento de la vida y de la historia es perpetuo, aun incluso mucho después de la muerte física de cualquiera de nosotros.
Thursday, October 09, 2008
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