Por FRANCISCO MOUAT
Cuando armé mi nueva oficina, unos meses atrás, lo único que tuve claro fue que era decisivo traerme una cama para dormir la siesta en horas de trabajo.
Tener un lecho cómodo donde tenderme como dios manda junto al escritorio y los libros había sido hasta ahora un sueño, por supuesto inimaginable en los sitios donde trabajé como asalariado. En casi todas las oficinas existe la creencia de que ser productivo impide dormir la siesta, y más bien consiste en invertir la mayor cantidad de horas-reloj en asistir a reuniones, llenar informes, reportar a tu jefe, almorzar apurado y andar con cara seria y de concentración todo el rato aunque por dentro estemos pensando en cualquier tontería, que es algo muy humano y necesario por lo demás, y que a mí, al menos, me pasa con frecuencia.
"Trabajar duro, ganarse los porotos, sudar la gota gorda, redoblar esfuerzos hasta alcanzar la meta, no rendirse jamás". Escuchamos esta cantinela como si fuera una cuestión de vida o muerte. "Nada más fecundo que perder el tiempo", debiéramos contestar con energía, para luego citar de memoria aquel fragmento del Elogio de la ociosidad, de Bertrand Russell: "Todos conocemos la historia de aquel viajero que vio en Nápoles a doce mendigos estirados al sol y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once mendigos se levantaron de un salto para reclamarla, de manera que el viajero se la dio al que ni se había movido".
La mentalidad productivista que campea hoy a sus anchas, y que lleva a todo el mundo a presionar al otro, en una cadena sin fin, nos tiene fatigados, con el espíritu maltrecho y el cuerpo adolorido. Enrique Vila-Matas asegura en su Dietario voluble que tal es la razón del "malhumor general y la mala educación reinante", y yo creo que es cierto.
Interrumpo estas líneas para acostarme un rato de espaldas en la cama de mi oficina, con los ojos cerrados, a ver si me despejo, porque me duele un poco la cabeza. Transcurre apenas media hora y quedo como nuevo.
Me levanto con entusiasmo a leer una crónica de Daniel de la Vega donde rinde homenaje a la siesta. La llama "el sueño de la tarde", y la elogia con justicia. Para acumular deseos de dormir, dice De la Vega, "algunos trasnochan y se atreven con unos librotes tremendos, que leen sin interés, a la fuerza, sólo para rendirse y pasar mala noche, y al día siguiente tener bastante sueño para tenderse con toda el alma en las frondas de la siesta".
No es lo mismo dormir de día que dormir de noche. La diferencia está en hacer algo por gusto y no por obligación. La gracia de la siesta estriba justamente en dormirla cuando los demás trabajan, y arrullar el sueño mientras a la distancia se escucha el rumor, vagamente percibido, de "una llave mal cerrada, el lejano rodar de un tranvía, el piano de la colegiala vecina que repite todas las tardes los mismos ejercicios". El sueño de la tarde, concluye De la Vega, "es la joya del estío, su espiga madura, su canción íntima".
Me doy varias vueltas antes de decir lo más importante de mi semana: anoche conocí personalmente en Santiago a Verónica Quezada, una niña de doce años que vive en Villa Alemana y que me escribió un día comentándome una de las crónicas que publiqué aquí en la revista "Sábado". Desde entonces nunca dejamos de escribirnos. Verónica es bella, dulce y lúcida. Conocerla me puso contento como perro con pulgas. Se ríe con toda su cara, le brillan sus ojos claros, muestra los dientes, me cuenta que ya se leyó completo el libro de crónicas de Clarice Lispector que le envié por correo. Yo no quería que se acabara la cita. Vino a Santiago acompañada de su padre al lanzamiento del libro La vida deshilachada, y su presencia en la sala fue un regalo. Le dije ayer, sin entrar en detalles, que juntos escribiríamos en el tiempo un libro. Creo que se llamará Verónica, eres como Clarice, y no sé mucho más todavía.
Monday, October 20, 2008
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