Friday, October 17, 2008

La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel Por Alan Pauls

Conocíamos a la salteña Lucrecia Martel (La ciénaga, La niña santa) como a una etnógrafa de los clanes familiares de las burguesías de provincia, esas microsociedades ensimismadas, anacrónicas, regidas por la endogamia, el chisme y la promiscuidad. Ése es también el mundo de La mujer sin cabeza; sólo que esta vez Martel ha cambiado de punto de vista y de modulación: ya no lo mira con ojos impersonales, desde la tercera persona de la etnografía, sino muy cerca, casi pegada a la mirada de Verónica, su personaje principal; y lo que pone en escena ya no es exactamente un mundo dado, "objetivo", sino la imagen mental que se hace de él la protagonista. Todo pasa por la cabeza en el film de Martel: Verónica (filmada casi siempre en primer plano) se tiñe el pelo de rubio, atropella algo (un perro, quizás un niño) con su auto en una ruta de campo y "pierde la cabeza". Sólo la recuperará sobre el final, cuando vuelva a su color original y un sutil operativo de los hombres de la familia disuelva en el aire los cabos sueltos, los probables peligros que dejó el incidente de la ruta. Lo que vemos, pues, es lo que ve Verónica, o más bien lo que no ve, porque el bulto que golpea y deja atrás en el camino no abre sólo un interrogante ético (¿por qué no se baja del auto a ver, a verificar, a prestar ayuda? ¿Por qué no quiere saber lo que hizo?), sino perceptivo: Verónica cae en catatonia; olvida lo que es, lo que hace, todo lo que sabe, y se convierte en una máquina de registrar lo que sucede a su alrededor, un radar extraño, inestable, lento, capaz de captar signos pero no de conectarlos entre sí, y nunca de interpretarlos. Como lo advierte su tía Lala, que la escucha hablar y le dice: "Ésa no es tu voz", Verónica es una mujer al mismo tiempo vaciada y poseída. Es otra. Ve poco y nada, y lo poco que ve se le aparece desconectado, errático, tan literal que parece alucinado. Pero su función, en tanto que otra, no es ver sino hacer ver, dar a ver, volver visible para nosotros, testigos de su extraña relación con el mundo, lo que los demás -básicamente los hombres- hacen con ella y con el mundo. A diferencia de sus dos películas anteriores, tan absortas en describir la lógica del clan familiar provinciano que se daban el lujo de no hacerse preguntas, La mujer sin cabeza está montada sobre un reguero de pequeños enigmas que no cesan de plantear interrogantes. ¿Atropelló a un perro o a una persona? ¿Evita registrarse en el hospital por prudencia o por desconcierto? ¿Los hombres la ayudan o la encubren? ¿Es una víctima o una farsante? De ahí el suspenso del film, su tensión singular, a la vez sistemática y discontinua, que evoca en clave un poco esquizofrénica la que anima dos films de Hitchcock, Vértigo y Marnie, también protagonizados por rubias falsas, mujeres poseídas, o vaciadas, de las que nos preguntamos todo el tiempo lo mismo que nos preguntamos de Verónica: si son o se hacen.

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