Por Francisco Mouat
Hay un poema de Borges, "Los justos", que refiere a personas que se ignoran y que están salvando al mundo: un hombre que cultiva su jardín, el que agradece que en la tierra haya música, dos empleados que en un café juegan un silencioso ajedrez, el que acaricia a un animal dormido, el que prefiere que los otros tengan razón. Cada vez que vuelvo a leer el poema, no dejo de pensar en mis justos, en todos aquellos seres vivos y muertos que me salvan: una amiga que hace mermelada de ciruela y cuida sus plantas en la pequeña terraza de su departamento, la que me obsequió un día versos de Rimbaud bordados en un trozo de arpillera, las mujeres con las que tuve hijos y fui padre, aquel joven chilote que me recibió en su casa, en la isla Butachauques, a quien nunca volví a ver.
Los que diseñaron mis libros, los dibujaron sobre una hoja de papel, ayudaron a que existan. Los niños, hijos míos y de otros, que me regalan un chiste y ponen cara de risa. El goleador de aquella tarde remota en un estadio de fútbol donde toco por un segundo el cielo con las manos. El amigo fotógrafo con el que recorrimos Cuba y Uruguay en auto, sin más prisa que la que nos regalara el espíritu de cada mañana. El tallerista que lee con entereza y acaba llorando porque no puede más con la culpa. La tallerista que escribe cartas a un viejo amor que hoy parece un fantasma. Ellos me salvan. A ellos les leo estas líneas de Enrique Vila-Matas en su Dietario voluble: "Siempre sintonizaré más con un hombre perdido en el último muelle del último puerto del mundo que con un coro de hombres de acción tratando, por ejemplo, de cambiar la patria. ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Me acuerdo de lo que pensaba Flaubert de esa buena gente: 'Hay que ver cómo se cansan los hombres de acción y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba la que nace de una turbulencia baldía! ¿Qué ha quedado de todos los Activos, de Alejandro, de Luis XIV? El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo"'.
Voy por la vida a tientas, esperando encontrar al paso a esos hombres y mujeres perdidos en el último muelle del último puerto del mundo. Sé que ellos me salvan, aunque ni sospechen que tienen ese don. El periodista y escritor polaco al que conocí en Buenos Aires, y del que aprendo cada vez que leo sus libros. La mujer que trabajaba en mi casa de infancia, y que se fue a morir a Paine, con la que siempre tendré una deuda de amor no correspondido. ¿Cómo hago para pagarte, María, esa deuda? Hace poco escuché el poema cantado por Serrat de Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé, "Elegía", aquel amigo a quien tanto quería y se murió más joven aún que el propio Hernández: "Quiero escarbar la tierra con los dientes/ quiero apartar la tierra parte a parte/ a dentelladas secas y calientes./ Quiero minar la tierra hasta encontrarte/ y besarte la noble calavera/ y desamordazarte y regresarte". La imagen de desenterrar a un ser querido, de escarbar la tierra con los dientes hasta encontrarlo, me llevó a María Martínez, una mujer justa que vivió sus últimos días en Paine despertando en las mañanas y durmiéndose en las noches un poco sola, sin hijos que la cuidaran porque le había regalado su vida entera a una familia que no era la suya y a la que un buen día dejó de serle útil.
Una amiga con la que acostumbramos a cucharear del mismo postre, más de una vez me ha dicho que el tiempo es injusto porque acaba con vidas humanas y en cambio va dejando intactas a su lado las cosas que acompañaron a ese ser humano en la Tierra: sus ropas, sus lápices, sus zapatos, su cama, a veces la misma cama en que murió: "¿Cómo puede permanecer entre nosotros el lápiz Bic que llevaba alguien en el bolsillo, mientras ellos se esfuman para siempre?", pregunta mi amiga en voz alta. Yo me quedo pensando en María Martínez, en esa mujer que tantas veces cuando yo era un niño reemplazó a mi madre, a la que dejé sola y anciana en Paine y que se murió un día sin que yo me enterara de su último suspiro.
Es fácil ser bueno, lo difícil es ser justo
Los Justos
de Jorge Luis Borges
Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Saturday, September 27, 2008
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