Así se llama el ensayo que escribió el francés Lucien Polastron: Libros en llamas. En él investiga y reflexiona sobre la destrucción de bibliotecas, sobre la barbarie que anima toda quema de libros, tan frecuentes como reveladoras de lo peor de la especie humana. Polastron tiene la idea de que "el libro es un doble del hombre", y que "quemarlo equivale a matar" a su autor. Destruir una biblioteca, entonces, según él, es "un asesinato masivo y simbólico".
La quema de libros ha sido una de las caras de la censura promovida por regímenes totalitarios y autoritarios, que ven en una hoguera de volúmenes prohibidos un procedimiento gozoso para escarmentar al pensamiento opositor, a la resistencia, a la disidencia. Hay otra versión, tan patética como desoladora: aquella quema llevada a cabo por los propios dueños de los libros, sujetos temerosos de ser sorprendidos in fraganti con textos peligrosos, subversivos, que podrían costarle la vida o significarle persecución en su contra.
Pienso en la quema de libros a propósito del ensayista chileno Martín Cerda, muerto en 1991 y de quien se acaba de publicar un volumen póstumo llamado Escombros con una selección de textos suyos aparecidos en diarios y revistas a lo largo de su vida. El mismo Cerda se refería a sus escritos como "escombros", desechos de demoliciones y mudanzas vitales y existenciales que no eran otra cosa que el libro fragmentario, lúcido, sensible y balbuceante que fue escribiendo a lo largo de su vida.
Martín Cerda tenía sesenta años de edad en agosto de 1990, una vida dedicada a pensar, leer y escribir, a atesorar libros esenciales y definitivos, cuando un incendio –no se sabe si intencional o no– destruyó en forma casi íntegra su biblioteca de entre seiscientos y setecientos volúmenes, en un hogar universitario de Punta Arenas donde estaba viviendo como escritor residente.
Martín Cerda sufrió el infierno en carne propia, aquí, en la Tierra. Estaba de paso en Santiago, junto a su pareja, cuando un amigo de la Biblioteca Nacional fue a verlo, tocó el timbre y le dijo, sin anestesia, que se había quemado su biblioteca en el sur. No alcanzó a recuperar prácticamente nada, apenas unas hojas sueltas. Los libros que lo habían formado en Francia, los libros que lo acompañaron, que le prestaron auxilio en sus peores momentos, que le dieron felicidad momentánea, se los llevó el fuego.
¿Se puede imaginar una escena más devastadora para un escritor genuino como Martín Cerda, que asistir en vida al funeral de su propia biblioteca? El incendio de sus libros marcó también el fin de sus días. Algunos meses más tarde, un infarto al corazón y luego una cirugía de la que nunca se recuperó significaron su muerte, en agosto de 1991. Murió Martín Cerda con la amargura de sospechar que sus libros los había quemado intencionalmente alguna mente enferma, ya que nunca se pudo verificar que la causa del incendio haya sido el supuesto recalentamiento de un calefactor, como alguien insinuó.
Alfonso Calderón, a quien le debemos la recuperación de lo mejor de la obra de Martín Cerda entre otros escritores chilenos a los cuales ha leído como nadie, escribe en el prólogo de Escombros que "Martín carecía de ilusiones", y que "pertenecía a una generación dispuesta a cambiar el mundo, la que, de un día para otro, descubrió con impotencia el fracaso de la ilusión revolucionaria en todos los registros de la existencia".
Martín Cerda sabía de la conveniencia de no confundir recuerdos con nostalgias: "Yo recuerdo haber leído muchas páginas. Con todas ellas, sin embargo, sólo lograría establecer una bibliografía incompleta e irrisoria. Tengo nostalgia, en cambio, de aquellos lugares en que he dejado la sombra de mi vida: de una mano, por ejemplo, que una madrugada regaló una rosa cultivada en la pampa salitrera. Con ella podría, sin duda, reescribir mi biografía".
Leerlo a él, a Martín Cerda, palabra a palabra, frase a frase, página a página, lentamente, es dejarse obsequiar una rosa excepcional, cultivada en la pampa salitrera.
Monday, September 22, 2008
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