Saturday, May 08, 2010

El autor frente a sí mismo
(Se escribe en soledad, se lee en soledad y, pese a todo, el acto de la lectura permite una comunicación profunda entre dos seres humanos.
Paul Auster)

Alguna vez, he escrito sobre cómo el autor real escribe para un lector imaginario y cómo el lector real percibe detrás del texto a un autor imaginario. Sin embargo, el proceso tiene un movimiento más: el autor, cuando escribe, realiza una acción parecida a la del lector: experimenta a un autor imaginario detrás de su propios textos, un autor que es él mismo, pero con algunos rasgos que no reconoce en su personalidad ordinaria.*
Dicho de otra manera, cada escritor, cuando escribe, se asombra de que algunos textos le salgan diferentes de cómo él mismo los habría escrito.**
Esta conducta es percibida, sobre todo, por los escritores con aguzado sentido crítico y, probablemente, en ella reside uno de los mayores alicientes que tiene el proceso de la creación literaria: el asombro y la fascinación del autor ante sus propios textos.
No me refiero a la vanidad del autor cuando su libro está en las librerías y tiene un amplio reconocimiento de la crítica o del público, sino a la actitud de quien escribe, en el momento justo de escribir o, posteriormente, mientras relee su texto de forma crítica. El narcisismo del escritor ante lo que se escribe es insuficiente para explicar la satisfacción (o, excepcionalmente, el rechazo) ante la propia obra, cuando el autor se encuentra frente a ella, en soledad.
Este autor imaginario, al que denominaré segundo autor, equivalente al que se conoce como héroe lírico en la poesía, está en constante diálogo con el autor real, produciéndose intercambios que influyen de manera determinante en la producción de la obra.***
El segundo autor es el intermediario entre el mundo consciente y el inconsciente de quien escribe: el traspaso de materiales inconscientes se realiza a través suyo y son transmutados en elementos literarios, fuertemente conectados con lo más profundo y desconocido del ser humano.**** El segundo autor es la musa. Quizás, por eso afirmaba T. S. Eliot:
[…] no hay inspiración, como acostumbramos a imaginar, sino una ruptura de las poderosas barreras habituales que tienden rápidamente a cerrarse de nuevo. Cierto obstáculo es momentáneamente removido, y el sentimiento que acompaña a ello se parece menos a un placer positivo que al instantáneo alivio de una carga intolerable.[…] [Por esto, precisamente] aquel a quien la musa visitó alguna vez es un hombre atormentado desde ese punto y hora [mientras no logre liberar su carga en la escritura]


Fiambres: la fascinante vida de los cadáveres
Autor : Mary Roach

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Reseña : Las macabras entidades que integran la última obra de Mary Roach figurarían, sin lugar a dudas, entre las más infelices que pueda concebir la fantasía si no fuera por la penosa circunstancia de que no son hijas de la imaginación. Pese al escalofrío o el desaliento que invade al delicado lector tras un primer acercamiento a tan lúgubre materia, la lectura de estas páginas acaba provocando involuntarias sonrisas y muchas carcajadas. Porque Fiambres es una exploración contagiosamente alegre de las crueles diligencias practicadas con algunos de nuestros cuerpos cuando, una vez exhalado el último suspiro, los abandonamos a su suerte en los escatológicos umbrales de la tumba: cadáveres abiertos en canal y en el altar de la ciencia, difuntos que contribuyen al progreso de la medicina con los genitales perforados o los ojos extraídos, fiambres arrojados desde aviones o cosidos a balazos para verificar la eficiencia de nuevas armas, despojos crucificados o devorados por gusanos, materia inerte que alcanza por fin la transubstanciación en forma de abono... Por muy gris que haya sido su existencia en este valle de lágrimas, cualquiera puede redimirse post mortem e incluso, con un poco de suerte, incorporarse a la grandiosa epopeya del conocimiento humano: “Un tipo de lo más normal que decide donar sus órganos puede convertirse, de repente, en un héroe”. La intrépida Mary Roach ha escrito con morbosa erudición e irreverente ingenio una obra que se adentra en el más allá para mostrarnos el lado más visible y deplorable de la otra vida.

Lo que dijo Stephen Hawking no es nada nuevo y en nada se diferencia de lo que sabe un niño de quinto básico si ha leído o visto “La Guerra de los Mundos”. Lo que pasa es que lo dijo él y no H.G Wells o Steven Spielberg
Es un asunto de sentido común y lógica que si llega una civilización que nos ve como hormigas, no nos tratará como reyes.





Sí y no







Francisco Mouat
¿Uno es optimista por creer que, a veces, el amor es posible? ¿Uno es pesimista porque no tiene fe en la evolución de la raza humana? ¿Qué ilusiones abrigamos que de verdad nos quitan el sueño? ¿Cuánto nos importa y nos pesa vivir rodeados de gente para la cual no significamos nada? ¿Tenemos que ser necesariamente de uno u otro bando, optimistas históricos o pesimistas crónicos? Para mí, al menos, declararme optimista o pesimista tiene tan poco sentido como proclamar a viva voz que Dios existe o no existe. Se trata de asuntos un poco inabordables, con los que probablemente hay que aprender a vivir sin respuestas. Prefiero vacilar, creer que sí y también que no, inquietarme por no saber, antes que responder enfáticamente. Prefiero el camino a la meta, porque no conozco más meta que aquella en la cual desaparezco.
El último lunes, vine a trabajar en la mañana con muy poca energía. No tenía ganas de hacer nada. Quería simplemente refugiarme, echarme, estar callado. Es una de las cosas que más me gusta de mis días de semana: estar en silencio una importante cantidad de horas, y como gran cosa a veces hablar conmigo. No me exijo grandes conversaciones ni respuestas inteligentes. Lo mejor de estar completamente solo es la magnífica libertad que supone no ser controlado por otro, ni tener uno que controlar a alguien.
Llegué ese lunes dispuesto a no hacer nada y en la recepción del edificio había un paquete para mí: una bolsa de cartón, con tirantes, y en ella mi nombre escrito en plumón junto al número del departamento. El conserje se apuró, aunque no debió decir nada: "Le trajeron unos libros, parece". Tomé la bolsa y entré, sin aún mirar lo que había en ella. Era un paquete pesado. Había allí varios libros, muchísimas páginas. Preparé café y entonces lo abrí. Gran sorpresa: como en un desfile, una edición antigua de Los hermanos Karamazov, de Dostoievsky; El Miramundo, de Alfonso Calderón; la novela El amor conyugal, de Alberto Moravia; y Siete casas en Francia, de Bernardo Atxaga.
¿Quién me trajo esto? Abrí el libro de Calderón, y en la primera página encontré un volante del homenaje que le rindieron a Alfonso poco después de su muerte y tres líneas manuscritas en lápiz rojo: "Mi querido primo escribió esto: que te acompañe, Francisco". Firma: M. ¿M? En la novela de Atxaga, con lápiz azul: "Para Francisco con agradecimiento. M. 2010". El amor conyugal de Moravia venía sellado, y finalmente en la edición de Dostoievsky encontré una fotografía de Julio Cortázar flanqueado por dos mujeres, más una nota manuscrita en el reverso: "Francisco: te tenía estos libros desde aquella Navidad, cuando no pude ir al Thelonious. ¡FELIZ PASCUA! Marcela".
¿Marcela? ¿Thelonious? ¿Navidad? Me costó, pero finalmente adiviné. Le escribí de inmediato, dándole gracias. Un año y cuatro meses sin saber nada de ella, y volver a encontrarla en estos libros. ¡Qué gran regalo! No sabía que era prima de Alfonso Calderón. Tanto más joven que él. ¿Le había dicho alguna vez lo mucho que me interesaban sus Diarios y sus libros de viajes? Me hizo recordar la última vez que vi a Alfonso, dos o tres meses antes de su mortal ataque al corazón, una mañana en que él curioseaba en la Feria Chilena del Libro de calle Huérfanos y no quise acercarme ni molestarlo. De haberlo hecho, le habría contado que en los últimos años fui reuniendo por aquí y por allá los tomos de sus Diarios para leerlos sin apuro y con gran placer.
El regalo de su prima salvó la semana. Casi no me he separado de la bolsa y sus cuatro libros. Empecé con El amor conyugal de Moravia. Tiene buen título y arranca bien: "Ante todo quiero hablar de mi mujer. Amar quiere decir, además de otras muchas cosas, obtener deleite al mirar y al observar a la persona amada". A poco andar se pone mejor: "Pero a veces amar quiere decir no comprender".
¿Hay algo que pueda comprenderse verdaderamente?
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