Saturday, May 08, 2010

Chéjov

Francisco Mouat
Leo a Chéjov. Mejor dicho, releo algunos de sus cuentos seleccionados por Richard Ford en Cuentos imprescindibles, y aprovecho el entusiasmo para releer también mi pequeña biblioteca chejoviana: una breve y precisa biografía suya escrita por Natalia Ginzburg, aquellos fragmentos de su correspondencia que Piero Brunello desmenuzó para convertirlos en libros que reflexionan sobre el proceso de escritura, un ensayo magistral de Vladimir Nabokov en Curso de literatura rusa donde se rinde a los pies de su compatriota para decir, exultante: "En el siglo 21, en el que espero que Rusia sea un país más grato de lo que es ahora, Gorki no será más que un nombre en los libros de texto, pero Chéjov vivirá mientras existan los bosques de abedules, las puestas de sol y la necesidad de escribir".

La esperanza de Nabokov de que Rusia acabara siendo un país más grato no se cumplió, pero su intuición respecto de Chéjov parece indiscutible. Mientras haya necesidad de escribir, y de leer, Chéjov vivirá. Vivirá en esos profesores, militares, adúlteros, campesinos y cocheros de sus relatos que sólo se representan a sí mismos, que son personajes y no símbolos, que no están fabricados en serie ni se comportan de un modo preconcebido. La acción en sus historias transcurre sobria, naturalmente, y entre sus pliegues van apareciendo esas pequeñas fisuras que, sumadas, constituyen el casi siempre dramático paso del tiempo y la vida.

Si Chéjov viviera hoy, y volviera a estudiar medicina, creo que también volvería a querer contar lo que sucede en un campo de prisioneros como el que conoció en la isla de Sajalín, en Siberia. Cuando viajó hasta allá, en 1890, no dejó de entrevistarse con un solo preso. Regresó a Moscú y durante meses no supo cómo escribir ese reportaje, se aburría pensando en la mejor estructura y el tono adecuado a ese relato, hasta que por fin descubrió el camino: "Daba la impresión de que con mi Sajalín pretendía dar una lección a alguien, y al mismo tiempo que escondía algo, que no decía todo lo que quería. Pero en cuanto me puse a describir lo extraño que me sentía en Sajalín y qué clase de puercos hay allí, el trabajo avanzó a buen ritmo".

No fue sencillo para Chéjov conquistar libertades a lo largo de su vida. Tuvo desde muy temprano que conseguir dinero. Empezó escribiendo cuentos humorísticos en diarios y revistas que le pagaban por línea publicada, y poco a poco fue conquistando lectores, nuevas tribunas, mejores ingresos y la libertad necesaria para escribir sin el pie forzado de tener que hacer reír. Ahí apareció el mejor Chéjov, aquel que Nabokov señala como un maestro en tratar a la existencia humana en dos dimensiones simultáneas: "Los libros de Chéjov son libros tristes para personas con humor; es decir, sólo el lector provisto de sentido del humor sabrá apreciar verdaderamente su tristeza. Para él las cosas eran jocosas y tristes al mismo tiempo, pero no se veía su tristeza si no se veía su jocosidad, porque las dos estaban unidas".

A veces pienso que Chéjov podría encarnarse en algún escritor contemporáneo que nos permitiera visitarlo y conocerlo. Para agradecerle sus textos y comentar, por ejemplo, si le gusta o no la antología de veinte de sus cuentos que armó Richard Ford, autor que vino a Chile en septiembre del año pasado y explicó esa vez por qué se dedica a la literatura, el mismo oficio ejercido por Chéjov ciento veinte años atrás, antes de que una tuberculosis lo matara tempranamente: "La literatura ofrece demasiado: nuevas comprensiones, renueva la vida, aumenta el interés por otros seres humanos, es una oportunidad para estar solo y tranquilo, enfatiza el pensamiento verdadero, induce a la empatía, deleita. Estar asociado a todas esas posibilidades ofrecidas por la literatura es un gran privilegio".


El terremoto invisible





FRANCISCO MOUAT
Por razones de trabajo, me correspondió en los primeros días escuchar muchísimos testimonios y relatos de víctimas directas del terremoto. Me sentí abrumado y al mismo tiempo forzado a entregar palabras de aliento y tranquilidad desde el micrófono a una gente profundamente golpeada y alterada con razón. Lo que escuchábamos y veíamos en esas primeras jornadas era una siniestra película de terror. Recuerdo haber comentado en la radio, a propósito de las imágenes de saqueos y violencia que transmitía la televisión para disputarse la sintonía, que esas escenas eran sólo una parte de la historia: la más impactante y vendedora en ese momento. Pero que la realidad era ancha y diversa, y que en otros sitios, en el mismo instante en que se saqueaba, se podían registrar miles de otras postales del terremoto que tenían exactamente la misma relevancia, miles de chilenos viviendo a su manera una tragedia de la que difícilmente podías apartarte: deudos velando a sus familiares y amigos muertos, padres abrazando a sus hijos más pequeños para apaciguar el miedo, grupos de vecinos intentando darse una mano en medio del caos, hombres y mujeres, viejos y niños, andando en medio de los escombros, llamando a gente entonces desaparecida; consumidores neuróticos haciendo filas en supermercados y bombas de bencina, ciudadanos asustados, ciudadanos espirituados de que la próxima réplica fuera un nuevo terremoto, jóvenes estudiantes viajando improvisadamente al sur para dar una mano en sus últimos días de vacaciones.
Lo que quería decir esa noche en la radio era que el mundo que nos muestra la televisión, en forma reiterada y majadera, en cámara rápida y en cámara lenta, es apenas una versión, casi siempre estridente, de lo que en verdad se está viviendo doméstica e invisiblemente en cada uno de los rincones de este país largo, frágil, quebradizo. Esto es obvio, pero a los propios medios no les gusta que se diga que es así, prefieren pasar gato por liebre. Aquella planicie vital de todas las horas y todos los días que hoy empieza a imponerse entre nosotros, buscando recuperar la normalidad, ya no les resulta demasiado atractiva a los medios masivos de comunicación. Ya no hay despachos urgentes para contar qué sucede en Concepción, Talcahuano, Dichato, Iloca, Pichilemu, Duao, donde está la tendalera. La mamá de mi amigo Mario Peña, que vive en Chanco, ¿qué está haciendo en este preciso momento? Nunca habrá una cámara de televisión que registre sus movimientos y escuche su silencio. Advierto que el alcalde de Talcahuano pide a gritos que su comuna sea considerada la verdadera zona cero de este terremoto y maremoto, por la magnitud de los daños que la afectaron. ¿Pero alguien puede imponer por decreto que su terremoto es más importante que el del pueblo vecino, donde hay otras penas y otras grietas que reparar? Mirar el conjunto y al mismo tiempo detenerse en los detalles es un asunto complejo para cualquiera que asuma la responsabilidad de conducir la restauración.
A medida que iba escuchando esos testimonios en la radio y entregando una palabra de aliento y tranquilidad, mientras las sirenas de los bomberos estaban aún encendidas, cuando la primera tentación de mucha gente era arrancar al cerro si vivían en la costa, o defenderse a palos de turbas imaginarias que otros decían irresponsablemente que venían en camino a destruir y saquear sus casas, o salir corriendo de sus edificios porque el municipio había ordenado evacuarlos; bueno, en medio de esa locura, fui también acumulando agobio y tensión y finalmente hice crack.
Mi eje acabó desplazándose. Me pasó en otro sentido lo que a mi amigo Julio Neme, que el otro día contaba que el terremoto echó abajo varias de las estanterías de su casa en Machalí, lo que provocó la aparición milagrosa de cartas extraviadas, carpetas no vistas en años, papeles perdidos en el tiempo. Aparecían de pronto en la superficie textos sumergidos, olvidados, abandonados. Recortes, fotografías, fotocopias inesperadas: esa memoria visible, impresa, de papel, a la que aún recurrimos para dejar constancia de que estamos vivos.
Sí, estamos vivos. ¡Vivos!


La isla siniestra

No busque coherencia en la historia. Perderá el tiempo.

Ascanio Cavallo
Primera advertencia: desde el primero de sus planos, esta película indica que está muy lejos del realismo. Esa lancha que aparece desde la niebla en el mar de las islas de Boston Harbor viene desde alguna forma de irrealidad, emerge desde el fondo de algo que no es ese lugar preciso. Segunda advertencia: hay una estilización que empuja a situarse en 1954, en un clima social y moral extraño, donde los temores tienen la base histórica de la postguerra, pero que también pueden ser superiores a ella. Tercera y más importante advertencia: no busque coherencia en la historia. Perderá el tiempo.

La isla siniestra es la película más alegórica de Scorsese desde Pandillas de Nueva York o Cabo de miedo.
También es la más crispada, lo que es mucho decir para un cineasta capaz de conducir una cosa tan enervante como Los infiltrados. Y es, por último, una incursión en el género del terror, con una voluntad de pesadilla atravesada por el surrealismo. Recuerda más al Hitchcock de Cuéntame tu vida, una rareza en sí misma, que a otras cintas del mismo Scorsese.

Y sin embargo, el agente Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio) es un personaje clásico de Scorsese: un sujeto atormentado, rodeado de violencia, que ha vivido una cierta gloria hasta que una cadena de sucesos lo precipita en una interminable caída hacia el infierno. Teddy Daniels inicia ese descenso en cuanto llega a la isla-cárcel para reclusos dementes junto con su compañero Chuck Aule (Mark Ruffalo), para investigar la desaparición de una mujer.

La película adquiere su primer aspecto extraño cuando presenta la contradicción del agente entre vengar el crimen de su esposa Dolores (Michelle Williams) o denunciar los experimentos que le recuerdan los campos nazis -ambos dolores inmensos, ilimitados, sin fondo-, lucha en la que permanece durante todo el resto del metraje. Teddy
Daniels no logra decidir entre el infierno personal y el infierno social: esa vacilación es el eje de La isla siniestra.

Lo que está en el fondo de ella, sin embargo, es la infinitud del dolor, o, quizás mejor, la manera en que el dolor puede convertirse en la materialización del infierno, en un mundo regido por un Dios cruel, testamentario, implacable, con muchos demonios menores encargados de cobrar las culpas de los débiles y los fallidos. Hay una escalofriante semejanza entre los finales de Buenos muchachos, Casino y La isla siniestra, aunque ninguna de estas películas se parezca.

La isla siniestra ha sido castigada por una parte de la crítica, que suele buscar realismo en los relatos. Pero este es un Scorsese vigoroso y sólido, capaz de imponer su impronta en un ejercicio de género para transformarlo en un abismo existencial, un atrevimiento en el que muchos naufragarían. No hay en el cine norteamericano actual un autor más radicalmente audaz y personal.
SHUTTER ISLAND

Dirección: Martin Scorsese. Con: Leonardo DiCaprio, Mark Ruffalo, Ben Kingsley, Max Von Sydow, Michelle Williams. 138 minutos.
El agente Aule (Mark Ruffalo), Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio), el doctor Naehring (Max Von Sydow) y el doctor Cawley (Ben Kingsley): el ambniente de irrealidad de "La isla siniestra".

Ascanio Cavallo.

Las tumbas de la gloria
Mar. 27 , 2010
Publicado en La Tercera, 27/03/2010
Uno está avalado por cifras rotundas a su favor y el otro por un pasado "consciente", aparentemente más noble y menos susceptible de ser cuestionado. Ricardo Arjona y Fito Páez se enfrentaron públicamente esta semana en las páginas del diario El Clarín, de Buenos Aires, apostando a la idea de que estos dos "grandes" nombres de la música popular cantada en español, dos que en el fondo habitan un terreno común, se ubican en trincheras distintas.

Según Páez, el guatemalteco es un "producto" del marketing y motivo de la "aniquilación cultural" de Argentina, y de acuerdo con el autor de Señora de las cuatro décadas, el rosarino se viste de "juerga y trasnoche para ser auténtico". Más allá de lo sabroso e inusual de un conflicto de este calibre, en un gremio donde impera el cinismo y la solapada cordialidad, este incidente revive un viejo tema de fondo, un asunto tan básico como inútil a estas alturas del partido: eso de cuál es la música "de verdad" y cuál es la que no.

Páez está convencido de que pertenece al primer grupo y ataca a Arjona porque lo considera fruto del "marketing" y de la cosa fácil, tal como antes hizo con Shakira o Paulina Rubio o Thalía. Pero lo cierto es que el argentino, en sus buenos días, cuando no estaba muy pendiente de qué hacía el resto, también vendía un montón de discos y llenaba estadios y firmaba autógrafos como condenado y metía videos en MTV y cantó en Viña y se sentó en estelares de televisión para hablar de sus canciones y su vida y algo más. Lo mismo que hoy parece irritarle tanto.

Curioso, porque no deben ser pocos los viejos fans y, sobre todo, los nuevos músicos -los que efectivamente viven al margen de la "gran industria"-, los que deben ver a Páez como él ve a Arjona. Los que deben pensar que un nuevo disco de versiones al piano ya está como para hablar, al menos, de aniquilación del repertorio propio.

Más allá de ciertas diferencias formales de estilo (aunque si la cursilería es crimen, los dos son culpables) y de que su cancionero pudo haber inspirado a oyentes de paladar más exquisito en algún momento de su carrera, el argentino equivoca el tiro al tratar de separar aguas con uno que no pierde el tiempo cavando su propia tumba de la gloria.

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