Saturday, May 08, 2010

Un hombre serio

Hay en Un hombre serio un ejercicio cabalístico, un movimiento continuo entre la bondad y la fatalidad.


No hay cineasta en la historia, de Luis Buñuel a Jiang Zhiang-ke, que no haya tenido que expresar el sentimiento de extrañeza ante el mundo a través del encuadre. Poco sirven para esto la narración o la dramaturgia: son la mirada desusada, la fijación visual, la duración y el ángulo del plano los que pueden hacerse cargo de eso que los franceses llaman détachement, la mezcla entre distancia y perplejidad frente a lo raro que puede ser el mundo.

Los hermanos Coen son especialistas en el encuadre extrañado. Posiblemente heredan esa sensibilidad de gente como Arthur Penn y Terrence Malick, y la han traspasado a cineastas como Wes Anderson y Sam Mendes, pero sigue siendo su marca de fábrica, y ello les asegura una presencia eminente en el cine norteamericano de estos días, aunque cosas como El amor cuesta caro estén bastante lejos de No es país para viejos. El desequilibrio es parte de la filmografía de los Coen, como suele serlo de cada una de sus películas.

En esta cinta, el "hombre serio" no es el protagonista, Lawrence Gopnik (Michael Stuhlbarg), sino su mejor amigo, Sy Ableman (Fred Melamed), que después de seducir a su mujer pretende conducir el divorcio ajeno de manera civilizada; Sy es la perfecta expresión de la chutzpah, convertida en una burla de la desgracia del otro. Aunque es difícil imaginar a un sujeto más serio que Gopnik, judío, profesor de física, esposo y padre preocupado, vecino apacible, la desgracia lo convierte en un inesperado pelele de las circunstancias.

Sólo que aquí las circunstancias pueden ser una remota maldición hebrea, una línea oscura de la Torá o la simple acumulación de estupideces que cualquiera enfrenta en una vida corriente. Hay en Un hombre serio un ejercicio cabalístico, un movimiento continuo entre la bondad y la fatalidad, entre la fe y la ciencia, entre la libertad y el determinismo, que empuja continuamente a pensar qué puede estar detrás de tantos infortunios en alguien que no los merece.

Un hombre serio no da respuesta a este misterio. Al contrario. Después de que parece que sus protagonistas comienzan a encontrar algún respiro, la película se cierra con la inminencia de nuevos desastres. Como una historia de fatalidad, es mucho más sombría que No es país para viejos o Quémese después de leerse. Y, dadas sus personalísimas pinceladas, quizás esté más cerca del corazón extrañado y pesimista de los Coen.

A serious man Ascanio Cavallo




Réplicas

Francisco Mouat
Los terremotos no avisan ni se pueden predecir. Llegan de súbito y sacuden furiosamente a la Tierra por unos pocos minutos y a veces, como ocurrió ahora, esos minutos parecen la eternidad o el fin del mundo. Después del sacudón, si el epicentro está cerca del mar o en el mismo fondo del mar, lo más seguro es que venga un tsunami y olas gigantescas arrasen lo que encuentren a su paso en la costa con una fuerza incontrarrestable. Los que son sismólogos profesionales suelen decir, después de cada terremoto, que los estaban esperando. No lo dicen para hacerse los interesantes, sino para simplemente explicitar que mientras nosotros vivimos en la inconciencia sísmica, ellos se concentran en estudiar las fallas del subsuelo profundo y saben que, en algún momento, de esas fallas emergerá un acomodo de piezas, una feroz liberación de energía que, si tarda demasiado en llegar, puede causar mucho daño.
Como tampoco se trata de profesionales que disfruten alarmando a la población, los sismólogos acostumbran a hacer su trabajo de manera más o menos discreta, están siempre monitoreando, a veces los entrevistan para que les contesten con algún rigor a los adivinos que presagian desastres cada año, y entre sus filas hay quienes insisten en que es preciso educar a la población para minimizar todo lo que se pueda el poder destructor de terremotos y tsunamis.
Uno se pregunta: esos cientos de ciudadanos que se aprestaban a celebrar la tradicional Noche Veneciana en la pequeña isla Orrego, frente a Constitución, en medio de pequeñas embarcaciones adornadas especialmente para esta fiesta, ¿cómo podrían haber pensado en las aprensiones de los sismólogos o en que Chile es un país de terremotos la madrugada del sábado 27 de febrero de 2010, antesala del gran festejo con que coronarían sus vacaciones en el balneario más emblemático de la Séptima Región? Esos ciudadanos, sin poder sospecharlo, estuvieron en el sitio incorrecto, demasiado cerca del epicentro, el día en que se consumó el segundo terremoto más feroz de la historia de Chile.
Somos efectivamente un país de terremotos, y supongo que no nos gusta pensar demasiado en ello porque no tenemos cómo modificar a la naturaleza. Ella nos muestra cada tanto, con sus espasmos salvajes, nuestra condición precaria, frágil. Y lo hace muchas veces en pocos días: primero agrietando la tierra, destruyendo nuestras construcciones, matando gente, desatando olas gigantescas, dejando a tanto ciudadano sin casa, huérfano, viudo, sin hijos; y luego, esa misma devastación que corta la luz y el agua y bloquea los caminos nos hace mostrar el lado más salvaje y oscuro del alma humana, esa condición de cucarachas que nos ocupa en situaciones límite, como escribía certeramente el otro día Héctor Soto.
Me demoro un poco en empezar a digerir lo que pasó, lo que está ocurriendo en este momento en el borde costero, en Pichilemu, Cahuil, Llico, Iloca, Duao, Cobquecura, Constitución, Pelluhue, Curanipe, Dichato, Cocholgüe; en algunas calles de Maipú, el barrio Matta, Santiago Poniente; en Curicó, Lolol, Chanco, Empedrado.
Hemos visto demasiadas cosas en la televisión, hemos escuchado la voz de la tragedia en la radio, hemos hecho marcas en el mapa de un país otra vez fracturado. Una señora vela a sus muertos en la mitad de una calle semidestruida, en Talca, junto a un grupo de deudos que toman té sentados en círculo en sillas de lona al lado de los escombros. Un hombre en el centro de Constitución agradece frente a un micrófono haber encontrado a su familia: muerta, pero real, no desaparecida en el fondo del mar o bajo la pesada estructura de un edificio nuevo en el centro de Concepción. Un camión cargado de ataúdes llega a uno de los sitios de la tragedia para apurar los entierros e impedir, hasta donde se pueda, que los habitantes del lugar sigan sintiendo el olor de la descomposición del cuerpo humano.
En mitad del caos, la imagen sugerente del Chupete Suazo celebrando en silencio los goles que anotó el sábado en el último partido del Zaragoza: la camiseta de su equipo levantada, y bajo ella otra camiseta blanca con la leyenda Fuerza Chile.
Cada uno de nosotros escribe su propio terremoto: hay cientos, miles de relatos que cobran fuerza, millones de réplicas que se escuchan a lo largo y ancho de un país en movimiento: Juan busca a Pedro, un hijo busca a su madre, un abuelo a su nieta, una familia a otra familia que ha desaparecido o de la que no ha podido saber nada. Yo busco a mi amigo Tito Matamala que vive solo en un piso alto de un edificio más o menos nuevo del centro de Concepción, en la misma calle donde la televisión acaba de mostrar caos y destrucción. Les tenemos terror a los edificios nuevos. Debiera ser al revés, ¿no? Es la ironía del progreso, de los especuladores, de aquellas empresas sin escrúpulos que prefieren disminuir costos y aumentar las ganancias haciendo el trabajo a medias. Concepción está aislado. No hay cómo comunicarse para saber de Tito. Mi hijo José me dice que en su facebook busque algún amigo o amiga de Tito y le escriba, a ver si tiene noticias. Lo hago. El sábado a última hora recibo un llamado: Tito está vivo, albergado en la casa de unos amigos en Chiguayante. Su departamento, en malas condiciones, aunque no habrá que demolerlo, creen. Sus pocas cosas, rotas. Sus libros, en el suelo. Su colección de plastimodelismo, que había ido creciendo desde que era un niño, totalmente destruida. Pero Tito está vivo, y asustado. El domingo a las dos de la tarde recibo un llamado suyo. Me emociona escuchar su voz. Lo abrazo telefónicamente. Tito Matamala, un duro, se pone a llorar. Sus lágrimas contienen, estoy seguro, el dolor de saberse parte de un pedazo de Chile que una vez más vivió en el límite. ¿O esto también lo olvidaremos?
Renacer toma su tiempo.




Tito Matamala: "Concepción es como La Noche de los Muertos Vivientes"
En un infierno dice estar viviendo el escritor Tito Matamala. El terremoto lo hizo dejar su departamento en el centro de Concepción. Presenció saqueos en los supermercados y la organización de los vecinos para defender sus casas. "Se perdió la cordura y la humanidad", dijo.
Estaba en mi departamento en un quinto piso viendo tele, por supuesto pilucho. Fue un solo remezón. Se apagó todo. No veía nada, sólo sentía que se caían todas mis repisas con mi preciosa colección de maquetas de autos y aviones. La perdí prácticamente toda. La valentía no es uno de mis fuertes, pero saqué valor y en medio del movimiento me puse unos pantalones, una camisa que encontré y salí con chalas pisando los aviones.
Mi departamento está en avenida Chacabuco, cerca de la Universidad de Concepción. Es vecino de un edificio recién construido que no resistió. Lo van a tener que demoler. El mío, de 17 pisos, aguantó. Adentro todo se fue al piso. Tengo una biblioteca inmensa en el suelo. Fueron 35 años juntando libros y armando maquetas. Ver ese desastre desató mi primer llanto. Mientras amanecía veíamos las explosiones del edificio de ciencias químicas de la universidad, que se quemó hasta las raíces. A las siete me di cuenta que no tenía nada que hacer ahí. Me armé de valor para entrar al edificio y ponerme zapatillas y una chaqueta. Después bajé a mi bodega al piso -3 para sacar la bicicleta. Tengo unos amigos muy queridos en Chiguayante y llegar donde ellos era la única posibilidad que tenía de sobrevivir.
El mayor acto de valentía que he tenido en la vida fue ir a Chiguayante en bicicleta con las réplicas en marcha. Recorrí 25 kilómetros a la orillas del río Bío-Bío en 55 minutos. El desastre era absoluto. Las casas de adobe en el suelo, el camino estaba muy fracturado, derrumbes en los cerros, el paso sobrenivel al llegar a Chiguayante estaba caído. Por suerte, mis amigos no se habían ido. Ahí me he quedado, porque a mi departamento no sé cuándo podré volver.
En la mañana del domingo salí a recorrer Chiguayante y vi los primeros atisbos del saqueo. Llegué tarde al pillaje. Estaban sacando de los negocios bolsas con papel higiénico y harina en quintales, todo lo demás ya se lo habían robado. "Puta, ya no queda ni una huevá", le escuché decir a un tipo. Afuera de un minimercado la gente estaba tomándose las últimas cervezas. Alguna vez voy a escribir una novela sobre esto. Las botellas de cerveza vacías en la calle es la imagen del Apocalipsis.
Al mediodía del domingo viajé a Concepción en auto a mi departamento. Me tocó ver en el Unimarc y en el Supermercado Diez cómo la gente se lo llevaba todo. Hay una imagen de un viejo que se llevaba un carro con cajas de Chivas Reagal y encima de todo, el extintor del supermercado. Hay un montón de gente que estuvo robando todo el día completo. No llegó ni un carabinero, ni un militar. El lunes al mediodía la gente seguía sacando de los supermercados con un relativo orden. Los carros del supermercado se veían a diez cuadras de Chiguayante. Es traumático. Después empezó el asunto de los incendios. Estoy en el infierno en este momento.
Me estoy quedando en un barrio de clase media, muy retirado. Creo que ahí estoy a salvo. Se organizaron los vecinos y no dejan entrar a nadie. Chiguayante tiene de todo. En el sector de Schaub hay casas de más de 100 millones de pesos. Luego hay una clase media. Después hay un sector que se llama Leonera y desde esa población viene la gente a robar, a asaltar, a agarrar lo que haya. Aunque no he visto más saqueos. En todo el sector de Chiguayante las calles están cerradas con barricadas por los vecinos, armados con todo lo que tienen: estoques, trinches. Es psicosis, por supuesto, pero es comprensible. Hay riesgo de que ocurra el saqueo.
Me acuerdo de La noche de los muertos vivientes, la película de George Romero en que los muertos reaparecen y empiezan a comerse a la gente. Estamos en La noche de los muertos vivientes en Concepción. Lo que está ocurriendo es que se perdió la cordura y la humanidad completamente. Esto de que los vecinos defiendan sus barrios en principio me parece bien, pero es una señal preocupante. No están funcionamiento bien las cosas. Las autoridad reaccionó tardísimo. Quedamos abandonados.
Ayer partimos a Curicó. No demoramos 10 horas porque el camino está cortado en muchas partes. Cuando veníamos nos encontramos con cuatro o cinco convoyes de militares. Espero ver más cuando vuelva a Concepción. Todavía tengo el recuerdo de que en la dictadura me daba miedo ver a los milicos en la calle y ahora es lo más tranquilizador del mundo. Algo pueden disuadir. Porque a la poblada no hay cómo detenerla. Ya perdió el miedo.
Mi amigo está comprando las últimas cosas en Curicó y nos volvemos en seguida. Nos aprovisionamos como para ir a la guerra. Porque allá no hay nada. Volvemos al infierno.



Alberto Fuguet: "En Chile ni la literatura ni la gente toma en serio los sismos"
Según el autor de Mala onda y Las películas de mi vida, nuestro país, a pesar de estar tan marcado por fenómenos sísmicos, cultiva una suerte de olvido sistemático y deliberado.
El sábado pasado Alberto Fuguet recibió el llamado de la periodista de la Radio Nacional canadiense con la que había quedado de conversar cuando ella estuviera en Chile.
El programa para el cual trabaja postula que la mejor manera de conocer los países es conociendo a sus escritores y por eso ella lo había contactado. El problema es que con el terremoto de la madrugada del sábado él olvidó de la cita. Ella, en cambio, no; al revés, como se había venido leyendo en el avión Las películas de mi vida, estaba muy impresionada tanto de la novela, que le parecía una notable introducción al país al que había llegado, como del eventual contacto de Fuguet con el zeitgeist (espíritu del tiempo) nacional.
"Exageraba, desde luego", dice Fuguet. "No es que yo esté marcado por el trauma de los terremotos. Hasta el del sábado pasado, jamás había vivido uno que realmente me impresionara. Mi lazo con los terremotos era más que nada cinematográfico. Pero, dicho eso, creo que desarrollé cierta sensibilidad al tema cuando me propuse escribir una novela sobre el crecimiento de un chico en dos países, en dos mundos distintos, California y Santiago. Teniendo ambas regiones un clima parecido, mediterráneo, me di cuenta sin embargo que eran realidades bien distintas en términos de conciencia sismológica. Yo cuando estudié de niño allá, siempre supe que Los Angeles era una ciudad vulnerable por la proximidad a la falla de San Andrés. Nos decían que lo éramos menos que San Francisco, (terremoto de 1906 en foto), pero igual lo teníamos muy presente. En cambio, cuando volví a Chile, me llamó la atención que no obstante ser un país muy sísmico, nadie hablara del tema y que la sismología como ciencia, como preocupación, rankeara muy bajo".
Esa percepción, unida a que el habla nacional está plagada de modismos y expresiones geológicas (donde se dice se vino todo abajo, donde la palabra réplica se usa con enorme libertad, donde cualquiera se refiere a las fisuras de tal o cual persona o cosa o dice "me quitaron el piso"), lo dejó intrigado y -como estaba buscando una metáfora que también le permitiera hablar de política- se dio cuenta que podía estar frente al proyecto una novela potente en sus manos.
"Es curioso que en Chile la palabra cataclismo esté más asociada a convulsiones políticas que a los terremotos. La política la hacen los hombres, los terremotos la naturaleza. También es curioso, según me dijo alguna vez un sismólogo, que la sismología esté entre las especializaciones menos requeridas de nuestro país. Me dijo que estaba al mismo nivel del sacerdocio. De hecho, en Chile la astronomía le gana a la sismología". En el libro de Fuguet se lee: "Sabemos mucho de las estrellas, pero no tenemos ni idea acerca del suelo que pisamos". El trabajó en su novela sobre todo en el nivel de los sobreentendidos de orden político y cultural. Quería desplegar la metáfora de un país al que le cuesta verbalizar sus realidades, porque prefiere olvidarlas. El protagonista de su novela es un sismólogo que se da cuenta que en ese mecanismo hay algo así como un impulso de supervivencia. "No tomamos muy en serio a la naturaleza -dice Fuguet-. La desafiamos construyendo en los mismos lugares donde sabemos que hay fallas geológicas comprobadas. La provocamos construyendo mal. La tomamos para la chunga cuando los periodistas de televisión envían despachos señalando que está saliendo vapor y agua por efecto de una falla geológica en las proximidades del Mercado Central, engañando a la gente sólo para decirles después que la emergencia se debe a la llegada de la Muñeca Gigante. No quiero ponerme grave, pero es como para pedir explicaciones".
"Un terremoto nunca llega solo" dice el epígrafe de su novela y la frase es nada menos de Charles Richter.

Semana muy benéfica para planes de renovación en cualquier ámbito. Se aclaran ciertas confusiones amorosas. Tienes más fuerza para sanar o salir de problemas, siente tus capacidades. Controle sus impulsos. Sus acciones pueden dañar a terceros. Actúe siempre de manera impecable y se sentirá bien consigo. El pasado ya no existe. Visualizar el resultado ayuda al éxito.

Apropósito
1. m. Breve pieza teatral de circunstancias:
asistí a la representación de un apropósito muy divertido.
♦ No confundir con la loc. adv. a propósito.

Un hombre que no ha pasado a través del infierno de sus pasiones, no las ha superado nunca.
Carl Gustav Jung

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