FRANCISCO MOUAT
Viajan dentro de uno a donde vayamos. No piden permiso para ser recordados. Los llevamos a cuestas. Afortunadamente para nuestro espíritu, la evocación que hacemos de ellos suele disminuir en intensidad conforme avanza el tiempo. A veces vienen en un envase absurdo, o a través de imágenes fugaces y detalles nimios que, sin embargo, podrían parecerse a la eternidad, si es que ella existe en algún ámbito de la vida. Hablo de nuestros muertos. De esa lista abierta que nos acompaña y con la que nos acostumbramos a vivir. Una lista abierta y en movimiento continuo. Lo que no recordamos hoy puede aparecer mañana con extraordinario detalle.
Del colegio son el primero y el último de mis muertos.
El primero: un muchacho que murió de leucemia cuando yo tenía doce o trece años, un alumno de la sala de al lado. Se llamaba Ciro Rayo. Imposible olvidar su nombre, su elocuente apellido. Cómo no asociarlo a estos versos de Miguel Hernández: "En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como un rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería".
El último: el papá de un compañero de uno de mis hijos, hace apenas unos días. Vivía desde hacía poco en Antofagasta, le decíamos Pollo, era el mejor futbolista de todos los apoderados del curso, y se mató andando en moto, estrellándose contra una micro. Cuando me llamaron para informar su muerte, quedé un momento en silencio, y de inmediato vino a mi mente la última vez que estuvimos juntos, cuando jugamos pimpón durante un buen rato en la casa donde se celebraba el cumpleaños de su hijo Simón. Así vive uno con sus muertos: trayéndolos a la vida en escenas pretéritas, resucitándolos en sueños, recordando el último día.
Es una vorágine de nunca acabar. Evoco el colegio y voy más atrás todavía, a cuando tenía ocho o nueve años y la hermana mayor de un compañero de curso y amigo se mató en auto rumbo a Papudo, donde ellos tenían casa. Varias veces en que he pasado por ese pequeño puente en la carretera donde fue el accidente, se me viene la imagen del auto destrozado que seguramente vi en el diario y jamás olvidé, y me acuerdo de ella, la hermana mayor, una morena de ojos claros, y de mi amigo, el hermano menor, y vuelvo a ver a su padre cargando el ataúd a la salida de una iglesia de calle Isabel la Católica, y verifico que esto sucedió hace casi cuarenta años.
Hace poco soñé con mi abuelo Arnaldo, muerto en 2003 después de una vida impresionantemente larga, de casi un siglo. Estaba vivo en el sueño, y sonreía. Llegaba a mi casa por sus propios medios, tocaba la puerta, y conversábamos animadamente. A él lo vi la última vez en esas piezas de las clínicas que uno no imagina que existen, a donde van a dar los muertos antes de que el servicio funerario los meta en un cajón. Ahí estaba mi abuelo, vestido ya, y yo aguantando el llanto y la impresión de verlo inmóvil sobre una camilla.
En el cuento Los otros, de Julio Ramón Ribeyro, el peruano habla de sus muertos como si en cualquier momento fuesen a surgir de entre las sombras: "Pero es sólo una ilusión. Los otros ya no están. Los otros se fueron definitivamente de aquí y de la memoria de todos, salvo quizás de mi memoria y de las páginas de este relato, donde emprenderán tal vez una nueva vida, tan precaria como la primera, pues los libros y lo que ellos contienen se irán también de aquí, como los otros".
Cuando murió Ciro Rayo y se hizo una misa en el colegio, no quise acercarme al ataúd. Me daba miedo verlo muerto. El mismo miedo que sentí cuando se murió un hermano de mi papá, joven, de cáncer, y vi de lejos cómo mi abuela lloraba desgarradoramente en el cementerio. Quisiéramos a veces liberarnos de estos recuerdos, pero yo al menos no puedo. Es una lucha estéril. No hay día en que pase por Irene Morales con la Alameda y no piense en mi amigo Miguel Budnik, que a pocos metros de allí fue atropellado por una micro y ya no supo más de esta vida.
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