Rafael Gumucio
Miércoles 28 de Mayo de 2008
En mi ventana un grupo de obreros destruyen con entusiasmo las paredes de un edificio. Como buitres atacan ahora a una caseta en el techo, mientras el sol de ciudad de México brilla sobre sus camisas cubiertas de polvo. Corrijo yo en mi escritorio de hotel unas páginas. Años y años para escribir trescientas páginas, pienso, días enteros de mirar el techo para sacar un verso de la nada, décadas de sequía creativa para parir tres líneas apenas convincentes. Realmente para esos obreros que destrozan paredes, pero también para los ejecutivos de líneas aéreas, los botones de hotel, los mecánicos de la calle Bucareli, el trabajo del escritor se parece mucho a la cesantía. Cuando no tienen nada que hacer hacen ellos lo que un escritor generalmente acomete en sus horas laborales. Van a librerías y museos, caminan por un parque, se toman una cerveza con un amigo, leen el diario o un libro y escriben mails o cartas.
Gran parte de la violencia y el resentimiento que caracterizan el medio literario chileno (que se puede extrapolar a toda Hispanoamérica) se debe a esa extraña forma de trabajar sin trabajar que caracteriza a los escritores por estos lares. En la literatura hispanoamericana todo el trabajo consiste no en hacer, sino en ser o haber sido. Como los viejos hidalgos del siglo de oro, se pelea aquí por la honra, y el nombre, como si alguien les pagara pensión por la pureza de sangre y la belleza del blasón. El trabajo está del todo invertido en ser escritor y no en escribir y luego por cierto en quejarse de la mediocridad, de la estrechez del medio local que no recuerda lo que alguna vez hicieron. Trabajar para el hidalgo es siempre rebajarse, esforzarse es sinónimo de perderse, intentar es lo mismo que fracasar. Así no es raro que el hidalgo se vuelva pícaro y extorsione a poetas jubilados que escriben sus memorias, les robe a viudas, consiga becas fingiendo ser indio y homosexual, y cobre dos veces por artículos que no escribió ni escribirá. Un esfuerzo y una imaginación para evitar el trabajo que convertiría a muchos de ellos en premios Nobel si se dignaran a sentarse ante una misma mesa de trabajo más de veinte minutos seguidos.
No pocos de los mejores escritores de ahora y de ayer se han rebelado contra la imagen del escritor borracho que en medio de semanas de siesta despierta afiebrado a la una de la tarde con un par de ideas geniales. No faltan por cierto en Estados Unidos o Europa (donde la literatura es un asunto lucrativo y no de pura honra) los escritores que trabajan ocho horas al día en pequeñas oficinas. Se esfuerzan, trabajan a conciencia, pero sus obras no son obligatoriamente mejores que las de algunos borrachos disfuncionales, de algunos pícaros por los que nadie daba un peso. El lector ante sus voluminosas obras llenas de lugares comunes incluso llega a echar de menos la flojera. Por lo demás, lo admitan o no, incluso en el más laborioso de estos escritores esforzados, una cierta dosis de lo que sus padres o abuelos llamarían ocio o inutilidad se infiltra en sus férreos horarios de trabajo. Horas perdidas, desviaciones, semanas inútiles, donde sus mejores y peores ideas surgen.
Un mártir del trabajo literario como Flaubert sudó siempre mucho menos que su padre médico. Un escritor laborioso como Proust lo fue después de pasar décadas -las más importantes de su vida creativa- sin hacer nada. Truman Capote escribía en cama sin sacarse el pijama en todo el día. Cuando iba a dormir siesta, el escritor Adolfo Couve ponía ante su puerta el cartel "NO MOLESTAR ESCRITOR TRABAJANDO". No era ninguna ironía. Como el vinicultor, el trabajo del escritor consiste la mayor parte del tiempo en esperar que el jugo de uva fermentado envejezca en las barricas de roble.
Es quizás, pienso ahora, justamente lo que los obreros que miro en la ventana respetan del escritor. Ante el horror del tiempo infinito que termina tan luego, los hombres han inventado el trabajo. Ese muro que rompen lo rompen los obreros por un sueldo pero también por ansiedad. La inmensidad del tiempo perdido los espanta. No pueden así dejar de admirar al domador que se entrega por entero a la labor de domesticar a la fiera. El escritor no es para esos obreros sólo el que dice cosas bonitas o terribles, sino el que se distrae, el que se pierde en la selva oscura y recorre en una sola hora vacía el infierno, el purgatorio y el paraíso.
El que se ocupa de lo que no importa, de lo que no va a ninguna parte, ese es el escritor. En ese naufragio controlado puede el escritor perder su propia concentración, su propio honor, su propia vida. Si como Proust, si como Cervantes, si como Joaquín Edwards Bello, regresa sano y salvo de su vida de inútil, podrá contarnos sobre las extrañas perlas y tesoros escondidos en los mares del ocio. Nos abrirá la llave del tiempo perdido que es el único que finalmente nos importa recorrer.
Monday, June 23, 2008
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