Domingo 1 de junio de 2008
Noche de escándalo
Por Roberto Merino
Uno de los efectos más engañosos del cine consiste en hacernos creer que las historias de las películas son equivalentes a las que constituyen la vida. Si bien podríamos afirmar que ambas categorías se asemejan, se reflejan, se infunden, es más cierto que una de ellas, el cine, funciona respecto de la otra en calidad de epítome.
Es claro que es imposible obtener, en el lado real de las cosas, el punto de vista privilegiado del espectador de cine en su butaca. Como observadores de la realidad o como "sapos" de los movimientos ajenos, lo que logramos reunir generalmente corresponde a un cierto número de fragmentos y de inferencias. Presenciamos, por ejemplo, a través de la ventana, y en mitad de la noche, algo parecido a un escándalo en el edificio del frente: dos mujeres golpean con mucha insistencia la puerta de un departamento del sexto piso. Quien sea que esté adentro no sólo no les abre, sino que apaga la luz para dar a entender que no hay nadie. La cosa va para largo, porque no le creen: ahora una de las mujeres llora sentada en la escalera, la otra desaparece del plano y regresa con un extintor de incendios, con el que trata de derribar la puerta. Se prenden luces en otros pisos, surge de alguna parte una mesurada recriminación que es inmediatamente aplastada por los insultos de las protagonistas.
No se sabe mucho más. El conserje corre entre el sexto piso y la planta baja, donde se le ve hablar por teléfono gesticulando. No hay contexto para comprender la historia a cabalidad. ¿Quién es el que está sitiado allá adentro en la oscuridad? ¿Un felón, un bígamo, un hombre de buenas intenciones? Hay novedades: la mujer que lloraba acaba de bajar en el ascensor hasta el estacionamiento y ha sacudido un auto para hacer sonar la alarma. Sin duda se trata del auto de la persona que no quiere abrirle la puerta.
Incluso, al poner esta secuencia por escrito ofrece una coherencia ajena a la experiencia de la observación. Si fuera parte de una película, estaría facilitada por la secuencia anterior y nos haría comprensible la siguiente. En la realidad la recibimos deshilachada y, paradójicamente, casi irreal. Todo sucede rápido: no hay relato, sino unos cuantos ramalazos que tratamos de interpretar.
Jamás abogaría por un cine desligado de su condición ilusoria; es decir, uno que se desenvuelva a un nivel estrictamente formal, que abandone -en un arranque de moralismo estético- la causa inicial de todo relato: la existencia de algo que contar. Quizás quien ha querido llegar más lejos en este sentido es Samuel Beckett, con su película "Film", de mediados de los sesenta, una obra prácticamente muda que no ha podido enmudecer a los entusiastas exegetas. La cámara es uno de los personajes, el otro lo interpreta Buster Keaton. Lo que uno alcanza a vislumbrar de esta historia sin guión es una especie de asedio, de paranoia, de encierro y de estado terminal. Beckett quiso mostrar el vacío fronterizo de las palabras, pero no consideró neutralizar el más mortífero de los problemas para cualquier iniciativa cinematográfica: el tedio.
Monday, June 02, 2008
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