Una tumba sin nombre
FRANCISCO MOUAT
A veces entro a un supermercado y los veo. Me gusta mirarlos feo cuando me abordan con sus folle- tos promocionales para venderme ?con sonrisa amable? una tumba donde caerme muerto. Dicen estos vendedores de cementerios que es bueno comprar con la de- bida anticipación, como si fuera indispensable dejar pagado hasta tu propio funeral. Se insta- lan en lugares estratégicos, junto a vendedo- res de cabritas, maní confitado y teléfonos celulares, con unos logos en donde no faltan árboles verdes, como si se tratara de parques naturales donde se preservan especies en extinción. Jamás recibo sus folletos. No tengo idea cuánto vale un nicho, pero sospecho que no son baratos, que cuestan algunos millones de pesos, y por eso las facilidades de pago, las cuotas mensuales durante años, los precios en uefe. Imagino que hay tumbas de distintas clases, unas más caras y exclusivas, aunque desconozco los criterios por los cuales se fija un precio más alto. El barrio, supongo, también influye.
No es agradable ir a comprar una bolsa de hallullas o unas latas de cerveza y acabar cotizando un hoyo donde depositar tus restos. Porque eso es lo que son las tumbas, al final de cuentas: hoyos en la tierra, cavidades subterráneas autorizadas por los servicios de salud y los municipios para convertirse en resumideros de vidas acabadas.
Después de darle una vuelta rápida al asunto, decidí que el tema de los servicios fu- nerarios personales y la lápida con mi nombre se lo endoso sin cargo de conciencia a mis amigos. Son ellos los que deberán molestarse en ese momento, más que mi familia, que estará ?espero? concentrada en regalarme un par de pensamientos antes que dispuesta a ejercicios burocráticos tan infelices.
No comprarme una tumba ya está decidi- do. Lo que aún estoy pensando es si prefiero cenizas arrojadas al viento o huesos viejos en un cajón dentro de un cementerio sencillo, ojalá con vista al mar. A ratos, me parece mejor dejar que la naturaleza haga su trabajo, y en otros momentos pienso que tiene más carácter resolver el asunto del cuerpo inerte de una plumada. A veces, también pienso que no debo darle vueltas al asunto, que no es de mi incumbencia decidir qué hacer, puesto que ya no estaré. Aunque no olvido esos versos de Gonzalo Millán, en su Veneno de escorpión azul, que escribió meses antes de morir: "No podrás llevarte nada, ni siquiera tu noble/ cuerpo enfermo que has destina- do al fuego".
Confío en que mis amigos no se molesta- rán con la decisión, aun cuando entre ellos hay varios que tampoco tienen dónde caer- se muertos. Imagino que estas líneas son una manera de ponerlos sobreaviso, para que no se sorprendan cuando llegue el mo- mento. Me rebelo a pagar tumbas a crédito, prefiero una tumba sin nombre si es preciso, y digo que si mis amigos son amigos de verdad, que apechuguen, hagan una vaca o elijan a los más indicados para resolver el entuerto. Confío en que pasará un buen tiempo, ojalá más de treinta años, antes de que deban ocuparse. Mientras tanto, viviré sin pensar en previsiones ridículas.
La poeta María Inés Zaldívar, mujer de Gonzalo Millán, me acaba de regalar un libro suyo llamado Década, que es una belleza, en donde cultiva, entre otras perlas, el arte de deslizarse por el mundo: "Como pisando huevos/ Como entrando al escenario oscuro/ Como quien no quiere la cosa/ con cuidado/ en puntillas/ en silencio/ y con respeto/ vaya tanteando y/ poniendo los pies/ sobre la superficie/ de cada día".
No es una mala manera de vivir la superficie de cada día. Nadie compra el futuro. Me- nos, entonces, tengo que andar comprando tumbas. Parte de la plata con que pagaría esas cuotas la gastaré en invitarles hotdogs a mis hijos y a la Solcita en su fuente de soda favorita, a donde me gusta llevarlos para celebrar la vida, la de ellos y la mía, celebración en la que aprovecharé de leerles un día estos versos de Mané Zaldívar, que ayudan a contener las penas que queden por vivirse: "Es la huella que/ deja en su camino/ esa lágrima/ que recorre tu cara/ antes de caer al/ vacío".
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