Cristián Warnken
Jueves 28 de Mayo de 2009
Yo maté a Víctor Jara
No fue el conscripto José Paredes Márquez el que mató a Víctor Jara. No. Lo maté yo y lo mataste tú, lector, porque preferiste no oír sus desgarradores gritos en el Estadio Chile, que segaron su voz cantora para siempre.
Oscar Wilde, en "La balada de la cárcel de Reading", dice que no sólo el condenado a muerte por un crimen es un asesino, "porque cada uno de nosotros mata lo que ama y, sin embargo, no todos han de morir por ello". Matamos todos los que, en el silencio cómplice, ahogamos cualquier rebeldía de nuestra conciencia ante el crimen, sobre todo si éste lo comete alguien de nuestro propio bando. A Víctor Jara lo mató el suboficial de turno, que obedecía al general de turno que dependía del comandante de turno. Siempre hay y habrá alguien de turno -muchas veces por azar- para encarnar el atávico impulso asesino que espera agazapado al fondo del alma humana para filtrarse por cualquier grieta de la historia. A veces la víctima propiciatoria resulta ser de izquierda, otras veces ha sido de derecha, para el caso da lo mismo. ¿Cómo alguien pudo matar de la manera que lo mataron al hombre cuyas manos sacaron milagrosamente poesía de una guitarra panfletaria, pero dulce y profunda a la vez?
Fue una orden "de arriba" -dicen-. ¿Cómo pudo pensar alguien de "arriba" que acribillando a un trovador iba a volver a reinar el orden en un país que se encaminaba al "caos"? Sí, el país se encaminaba al caos, y no todos los militantes y dirigentes de izquierda eran santas palomas. Había idealistas fanáticos, alimentados de odio y resentimiento, dispuestos a destruir al enemigo si era necesario, igual que en el otro bando.
Pero Víctor Jara fue un ruiseñor urbano que supo sacar música de la periferia, y escribir uno de los más bellos poemas de amor de nuestro idioma: "Te recuerdo, Amanda,/ la calle mojada,/ corriendo a la fábrica/ donde trabajaba Manuel./ La sonrisa ancha,/ la lluvia en el pelo/ no importaba nada/ ibas a encontrarte con él /...con él, con él.../ Son cinco minutos, la vida es eterna en cinco minutos...". ¿Quién puede ordenar matar a alguien que es capaz de crear una canción de amor así? Así mataron los jacobinos al gran poeta André Chénier en la Revolución Francesa. Así mataron a García Lorca los torvos franquistas.
En el absurdo torbellino de las revoluciones y los golpes de Estado, el odio adquiere unos poderes y unos estatutos tales que, bajo las guillotinas y las bayonetas, caen muchas veces los mejores.
El conscripto Paredes no mató a Víctor Jara: se mató a sí mismo, víctima de una historia -la del Chile de los 70- en la que se conjugaron errores y odios de izquierda y derecha. Porque tan causantes de la tragedia que vivimos fueron los mandos militares de entonces y una derecha que practicó un silencio cómplice ante los excesos, como también una izquierda vociferante y muchas veces irresponsable, sobreexcedida en sus incendiarios discursos.
Por eso, que nadie se sienta feliz porque el conscripto Paredes va a ser sometido a proceso por el vil asesinato de Víctor Jara. Que nadie se lave las manos tan fácilmente. Que la oficialidad de turno de entonces salga a dar la cara por ese conscripto que tenía 18 años en 1973. Que muestre más valentía que la que sus jefes y líderes han demostrado hasta ahora para asumir ante el país la responsabilidad por crímenes innecesarios y abyectos como éste. Y que la izquierda -con grandeza, como la demostrada por la viuda de Jara en estos días-deje de hacerse la víctima eterna y no manipule para fines mezquinos la memoria de Víctor Jara, como el de seguir alimentando un odio sin fin.
Yo, tú, todos matamos a Víctor Jara, y por eso, y para que la historia no se repita, cantemos con él ahora: "Si tuviera una campana,/ tocaría en la mañana,/ tocaría en la noche,/ por todo el país:/ ¡alerta!, el peligro/ debemos unirnos/ para defender la paz...".
Tomás Eloy Martínez
Sábado 06 de Junio de 2009
Los clérigos y el sexo
Ya casi no hay memoria de los tiempos en que la Iglesia Católica sufrió desafíos tan ásperos como los de estos últimos años. Lo que sucede no tiene la profundidad del cisma litúrgico del obispo Marcel Lefebvre ni el fervor revisionista en la interpretación de los Evangelios que desembocó en la Teología de la Liberación, sino las violaciones de una obligación que no es materia de dogma pero sí de continua perturbación: el sexo de los clérigos.
Primero fueron los delitos de pedofilia, que en diciembre de 2002 provocaron la renuncia del cardenal de Boston Bernard Law, de quien se sospechó ocultamiento; 450 demandas millonarias por décadas de abusos contra menores dejaron la arquidiócesis al borde de la quiebra. Otra vez ahora, como suele suceder, el escándalo se desata cuando sale a la luz algo que se trataba de ocultar: la descendencia del ex obispo Fernando Lugo. Los actos aberrantes y la aparición de tres hijos engendrados por el Presidente de Paraguay durante sus años de ministerio ponen en tela de juicio el valor de la represión sexual en la vida católica.
Lugo es un novato en política, en quien los creyentes paraguayos advirtieron un carisma natural asociado, en buena medida, a las virtudes que se atribuyen a los hombres que transmiten la palabra de Dios.
Al ser elegido, en abril de 2008, cerró 61 años de dominación del Partido Colorado. De ellos, 35 corresponden a la dictadura de Alfredo Stroessner, cuyas violaciones de los derechos humanos investiga hoy la justicia paraguaya. Cuando la senadora Lilian Samaniego, jefa de la oposición, denunció a Lugo por estupro, acusándolo de tener relaciones con una adolescente de 16 años, el ex obispo pidió perdón al pueblo, señalando que su falta era un rasgo propio de la condición humana. Los seguidores de Lino Oviedo, un militar procesado por intentos de golpes de Estado y masacre de civiles, quien se fugó hace diez años a la Argentina de su amigo Carlos Menem, hacen continuos aportes al show televisivo con declaraciones sobre el derecho canónico, Dios y la moralidad. Otros colorados llaman a Lugo “falso profeta” y “farsante”. Y, como al pasar, destacan la inestabilidad que representa el distanciamiento entre el Jefe de Estado y su vicepresidente Federico Franco.
Al margen de la lucha en el barro de la política, las declaraciones más esclarecedoras han salido de la Iglesia paraguaya misma. El obispo de Ciudad del Este, Rogelio Livieres, dijo que sus pares conocían la información sobre Lugo desde hacía tiempo. “No sé por qué se enmascaran los temas de la Iglesia y no se ventilan. En nuestra época eso es pésimo, porque todo se descubre finalmente”, afirmó Livieres, y encontró una instantánea refutación oficial: “El Consejo Episcopal Permanente lamenta y rechaza las expresiones de monseñor Livieres, quien hace entender que hubo encubrimiento y complicidad de los obispos de Paraguay sobre la conducta moral del entonces miembro del colegiado episcopal, monseñor Fernando Lugo”.
Las palabras del obispo Livieres recuerdan las que monseñor Jerónimo Podestá, impulsor del Movimiento Latinoamericano de Sacerdotes Casados, escribió en 1990 al entonces presidente del Episcopado Argentino, cardenal Raúl Primatesta: “Veo con pena que en general tengan ustedes una visión bastante «alienada» y timorata: no saben lo que piensa y siente la gente en el mundo de hoy. La Iglesia es el Pueblo de Dios y ustedes lo saben, pero en el fondo siguen pensando que la Iglesia son ustedes”, le dijo en una carta tras el enésimo rechazo a su prédica por el celibato optativo.
Cuando era obispo de Avellaneda, a fines de los 60, monseñor Podestá se convirtió en una pesadilla para el régimen autocrático de Juan Carlos Onganía. Reunía a multitudes de hasta un millón de personas para ceremonias religiosas que se transformaban en espontáneas manifestaciones políticas. En sus sermones denunciaba las injusticias sociales y apoyaba el compromiso de los sacerdotes con las reivindicaciones populares, precursoras de las obras que hoy se hacen en las villas. Para el régimen fue un alivio que el obispo anunciara, en 1967, la decisión de casarse con Clelia Luro, quien había sido su asistente en la diócesis y era madre de seis hijas de un matrimonio anterior.
Era una época de rupturas sonoras. Poco antes, el jesuita Joaquín Adúriz, quien se había hecho famoso en el programa de televisión El abogado del diablo, con Raúl Urtizberea, colgó los hábitos y se fue a vivir a Lima con su esposa.
Podestá llamó varias veces a las puertas del Vaticano sin lograr que Pablo VI le levantara la suspensión a divinis. Hasta su muerte, hace nueve años, nunca se dio por vencido: “Celebro misa en el patio de mi casa”, solía decir. Reivindicaba su compromiso con Dios: “Tengo la formación tradicionalísima de la Iglesia, que dice: «Tú eres sacerdote para siempre». Lo primordial es esa elección interior: ¡yo quiero ser sacerdote! ¿Y por qué? Porque quiero enseñar el bien, la enseñanza de Jesucristo”. Podestá insistía en recordar que, si bien Jesús optó por el celibato, no lo impuso a sus apóstoles, entre los que había casados y solteros. El ex obispo de Avellaneda predicaba que el celibato es un don, no un mandato divino, y que nada impide sentir la vocación sacerdotal si se está privado de esa gracia.
La mayoría de los católicos ignora que los sacerdotes y obispos no tenían prohibido el matrimonio durante los primeros diez siglos de vida cristiana. Además de San Pedro, otros seis Papas vivieron en matrimonio y -más llamativo aún- once papas fueron hijos de otros papas o miembros de la Iglesia, sin que ese linaje afectara la santidad de sus actos. Hasta el Concilio de Elvira, que lo prohibió en el año 306, un sacerdote podía incluso dormir con su esposa la noche antes de dar misa. Eso comenzó a cambiar diecinueve años más tarde, cuando el Concilio de Nicea estableció que, una vez ordenados, los sacerdotes no podían casarse.
En 1073, Gregorio VII impuso el celibato. Uno de sus teólogos, Pedro Damián, dictaminó que el matrimonio de los sacerdotes era herético, porque los distraía del servicio al Señor y contrariaba el ejemplo de Cristo. Si bien la intención del Papa era restaurar la derruida moral del clero y purificar a la feligresía con ejemplos de castidad, decenas de historiadores –incluyendo los más piadosos– suponen que la decisión de imponer el celibato fue también un medio para evitar que los bienes de los obispos y sacerdotes casados fueran heredados por sus hijos y viudas en vez de beneficiar a la Iglesia. En 1123 el Concilio de Letrán decretó la invalidez del matrimonio de los clérigos y, como la norma no hallaba completa obediencia, dieciséis años más tarde el segundo Concilio de Letrán la confirmó. Cuando el Concilio de Trento fijó la excelencia del celibato sobre el matrimonio, hizo doctrina de las palabras con que San Gregorio Magno había condenado el deseo sexual durante su papado, en el siglo VI. Sólo la Iglesia Oriental que adscribe a Roma admite sacerdotes casados, pero deben haber contraído matrimonio antes de la ordenación y nunca llegarán a obispos.
Para los católicos, el paso por este mundo es sacrificio y sufrimiento, tal como lo escribió Santa Teresa: “Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero”. Pero así como el placer del sexo fuera del matrimonio está prohibido por la doctrina, para las religiones védicas de la India es un camino de aprendizaje y un elemento de vida: “Atravesada por un ardor que te devora, la boca seca, te arrastrarás hacia mí, dulce, sin ira, toda mía, la voz tierna, fiel”, dice una plegaria hindú para ganar el amor de una mujer, en el Atharva-Veda.
¿Cuál es el sentido de reprimir las expresiones de la sexualidad, no sólo entre los clérigos sino también en la vida diaria? ¿Qué gana la fe católica con eso? Se teme que el placer distraiga de la oración, de la relación con Dios, pero el menosprecio de la mujer en los seminarios y la contradicción de los impulsos naturales del hombre en realidad no fortalecen los vínculos entre la Iglesia y el pueblo de Dios. Al contrario, el celibato obligatorio suele desanimar algunas vocaciones sacerdotales y provocar defecciones en el clero.
Si bien creía que “la vigente ley del sagrado celibato” debía seguir “unida firmemente al ministerio eclesiástico”, Pablo VI, atento a los clamores de modernización del Concilio Vaticano II, analizó las objeciones en una encíclica memorable, Sacerdotalis caelibatus, de 1967. Allí se preguntó: “¿No será ya llegado el momento de abolir el vínculo que en la Iglesia une el sacerdocio con el celibato? ¿No podría ser facultativa esta difícil observancia? ¿No saldría favorecido el ministerio sacerdotal si se facilitara la aproximación ecuménica?”.
Acaso a Dios lo tengan sin cuidado los deslices del ex obispo Lugo, porque su gloria está más allá de lo que establecen los seres humanos. Pero la inflexibilidad de la doctrina deja entre los católicos la pregunta sobre el sentido de normas creadas por la Iglesia hace diez siglos, que no existían antes y no tendrían por qué existir para siempre. Jesús predicó la humildad, el amor a Dios y a los semejantes. Sus lecciones de vida siguen siendo claras. A veces, en el afán por interpretarlas, los seres humanos las oscurecen.
Francisco Mouat
Sábado 06 de Junio de 2009
Vía satélite
Apenas recuerdo la primera vez que tuve conciencia de haber ido al estadio a ver un partido de fútbol. Según pude corroborarlo después de revisar en la biblioteca viejos tomos de la revista Estadio, fue en marzo de 1968, cuando tenía poco más de seis años de edad. Audax Italiano, el equipo de camiseta verde por el que se desvivían en mi familia materna, jugaba contra Santiago Morning, de camiseta blanca y una V negra en el pecho, llamado también el equipo bohemio después de salir campeón el 42 con una generación de jugadores buenos para la pelota y la farra, especialistas no sólo en marcar goles, sino también en beber pisco y whisky, ir a casas de putas y hacerse masajes con una bruja en Talagante.
Vimos el partido sentados en la galería norte del estadio Nacional, detrás del arco, junto a mis dos hermanos mayores, mi tío Nano y mi abuelo Arnaldo. Mi abuelo me prestaba sus binoculares para ver más de cerca a los jugadores de Audax, que comandados en ataque por Alberto Patapata Hidalgo golearon esa tarde por 4 a 1 a sus rivales. Fuera de los binoculares de mi abuelo, casi lo único que retengo de esa jornada es un gol de Patapata hacia el final, cuando enfrentó en solitario al arquero y lo venció.
Desde esa tarde mis recuerdos peloteros empezaron a amontonarse en la memoria, hasta hoy, cuando cualquier repaso somero de mi vida me conecta con este “divertimento dominical sin ninguna importancia”, como alguna vez definió magistralmente al fútbol el cronista catalán Josep Pla.
Uno, cuando es hincha del fútbol, vive dividido entre el tiempo real en que transcurre la vida y esos noventa minutos de partido que son otra historia, algo parecido a una tregua en medio de la batalla de cada día. Algunos nos acostumbramos desde chicos a ir al estadio, y si no íbamos lo escuchábamos por la radio, y después, cuando empezó a exhibirse por televisión, organizamos nuestros tiempos para terminar en la casa o en el bar donde hubiera un aparato encendido.
A propósito de transmisiones televisivas de partidos de fútbol, recuerdo con angustia aquel momento de gran tensión –especialmente en los años setenta– cuando no se sabía aún si un partido lo iban a dar o no, nadie entregaba ninguna información oficial, todo lo que se escuchaba eran rumores, y uno esperaba frente al televisor encendido, a medida que se acercaba la hora del encuentro, que de una buena vez arrancara la música característica que anunciaba la presencia de Carcuro, el Sapo Livingstone o Julito Martínez en la pantalla chica. Qué gran frustración soñar con ver un partido en directo, vía satélite, y finalmente tener que contentarse sólo con el relato radial. Qué canallas, qué infames esos canales de televisión insensibles que seguían adelante con su programación, con monos animados o seriales yanquis mientras tú te perdías la fiesta y nadie te daba una explicación.
Algo parecido recuerdo de esos fines de semana en que la lluvia no cesaba y el partido finalmente se suspendía porque la cancha era una piscina o estaba muy barrosa. Siempre nos pareció que en esas canchas se podía jugar sin ningún problema. La vida sin fútbol ese sábado o domingo perdía sentido, nos despojaban de la ilusión de ver a los mejores jugadores, o en su defecto a los que más queríamos, vestidos para la ocasión, dispuestos a representar la obra para la que se habían preparado toda la semana. Lo que no tiene nada que ver con que nos hiciéramos falsas expectativas en un país en el que el fútbol nunca fue modelo de excelencia y grandes dotes artísticas. Los que vamos a la cancha en Chile desde tiempos remotos, sabemos que el buen juego está reservado para unas pocas ocasiones, y por eso disfrutamos tanto la previa, donde está permitido soñar. En mi caso, subir las escalinatas del estadio Nacional y ver el verde del pasto de la cancha es una de las mejores imágenes de mi infancia, y nadie nunca podrá arrebatármela, ni siquiera la muerte, que también sabe de fútbol y a veces está agazapada en el rincón del córner, como escribió Camilo José Cela.
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