Monday, July 28, 2008

Maletas

FRANCISCO MOUAT

No recuerdo haber ido antes a un remate en toda mi vida. Sé que hay gente que se la pasa metida en ellos aprovechando oportunidades, levantando la mano al mejor postor o simplemente curioseando. Los hay de pinturas, de antigüedades, de sitios, parcelas y casas hipotecadas que se dejan de pagar. Lo que no sabía era que también se podían rematar maletas y bolsos cerrados que nunca se reclamaron en el aeropuerto, y que después de varios meses una línea aérea decidió eliminar para siempre de sus bodegas.

Mi amiga Daniela me escribió hace más de un mes alertando del remate que se venía. Cientos de maletas cerradas se liquidarían al mejor postor el martes 15 de julio a las nueve de la mañana en un local de la comuna de Pudahuel. Postura mínima por lote: mil pesos. ¿Te interesa? Por supuesto que sí. Picamos los dos. Sacamos cuentas, y dijimos que cada uno estaba dispuesto a poner hasta cuarenta mil pesos para rematar un lote de cinco o diez maletas. La idea era llevarnos las maletas a un sitio donde, tranquilamente, las fuéramos abriendo y exponiéndonos a la sorpresa. La magia consistía en entrar en la intimidad de un desconocido. Sacar afuera los calcetines sucios y la ropa interior en busca de un tesoro impensable: un diario de vida, un álbum de fotos, cartas de amor, una novela a medio terminar, algún objeto indescifrable. (Después sabríamos que entre las ropas sucias aparecieron muñecas inflables y relojes de oro.)

Entre los dos, con la Daniela, juntábamos ochenta lucas. No era demasiado, ¿alcanzaría para algo? El problema fue, para variar, el ruido: lo que suponíamos un dato guardado con celo se convirtió de pronto en noticia pública y curiosa. Y hasta los noticiarios de televisión se encargaron de vociferar el remate. El día anterior se anunció con bombos y platillos, y otro amigo, Patricio, se sumó a la caravana. Aportaba cuarenta mil pesos más, y me esperaba a las ocho de la mañana del martes 15 en su casa. Ya éramos tres, y teníamos en el bolsillo ciento veinte mil pesos para rematar un lote. Empezamos a soñar, a discutir incluso cómo abriríamos las maletas que estuvieran con candado o con clave, y si nos cabrían todas en el auto.

Llegamos a la hora señalada a La Estrella 962, y estacionarse ya fue un tema. Parecía la antesala de un partido de fútbol. Cientos de personas entraban al lugar y repletaban una multicancha donde, en el centro, un martillero joven y terneado, premunido de micrófono y martillo, empezaba el remate de los lotes que se habían mostrado el día anterior, y que nosotros por supuesto no habíamos tenido el cuidado de ir a ver. Preferíamos la magia de lo desconocido, hacerlo a ojos cerrados, llevarnos a casa un botín que, tal vez, al terminar la jornada, no fuera más que un cerro de ropa y bagatelas sin traducción posible.

Los primeros lotes dieron la pauta de lo que venía: dos carpas más artículos de "difícil detalle" fueron rematados en cien mil pesos. El público de la comuna empezó a quejarse a viva voz. "Déjenle algo a los pobres, a nosotros", gritaba uno, encaramado en un aro de básquetbol, furioso con los imperturbables sujetos que una y otra vez levantaban sus manos y se adjudicaban lotes a ciento cincuenta, doscientos y hasta trescientos mil pesos. No había cómo competir. Y los nombres se repetían, iban forrados en plata con la idea de hacer un negocio.

Nada se perdía: cinco peluches y un sombrero mexicano se remataron en sesenta mil pesos. A nosotros nos interesaban las maletas, que no bajaban de trescientos mil pesos cada lote. El martillero remataba y remataba, y los pobres, que al igual que uno pecaban de ingenuidad y querían llevarse un turro de bolsos por unas pocas lucas, fueron rindiéndose a la evidencia: el mejor postor siempre tenía más plata que uno. Es la ley de la vida. Abandonamos el local cuando remataban el lote número cien, y antes hablamos con un señor que se había adjudicado ya tres lotes. Le dejamos un número telefónico, para que nos llamara y contara qué había dentro de sus maletas. Todavía esperamos que suene el teléfono.

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