Sunday, July 06, 2008

El comelibros Álvaro Bisama

Chinoy

Esto no tiene que ver con la literatura o sí tiene que ver, pero su lazo es tan tenue como insondable. Chinoy es un chico de San Antonio que se mudó a Valparaíso el año pasado y terminó convertido en una especie de ícono del punk-folk chileno, una estrella cult. Chinoy no tiene un disco, posee apenas un sitio myspace ( http://www.myspace.com/chinoysite), una comunidad de fans en Facebook y es dueño de una de las voces más extrañas que he escuchado en mi vida. Hay gente que lo compara con Bob Dylan (o por lo menos ese Dylan ladrón de libros que asolaba el Village antes de electrificarse), pero yo prefiero pensar que se trata de un infiltrado o un alien: una voz salida desde un espejo de una cinta de David Lynch o el hijo perdido de un matrimonio bizarro entre Lihn y aquella Tori Amos que cantaba versiones de Slayer.

Por supuesto, esas descripciones son exageradas. Chinoy escribe y canta sus canciones desde una precariedad -tan provinciana, chilena al modo de González Vera- que se vuelve ominosa, desde un terreno descampado donde revela autorretratos dolorosos ("me declaro de sangre/ huesos y piel/ de rotos los nudillos/ y peluda miel"), geografías surrealistas ("del puerto con brillo, un perro parece hablar,/ la plaza es un nido, los hoyos pueden mirar./ Se suelta el silbido, se queda pegado al mural/ él que anda perdido animará el festival"), imágenes eróticas que se descomponen ("Cuando te miro a tu beso alocado/ dejo pasar todo lo respirado y yo/ de barro de barro de barro/ toco la curva del tiempo esperado") y paradojas zen ("hoy no empañemos el agua").

Chinoy antes fue punk y eso se nota en sus textos. Así canta, así escribe. Está ahí la violencia de no ceder a ninguna consigna, de hacer una poesía tan filosa como críptica, acumulando escombros de sentido que termina por convocar alguna clase de magia. Hay cripticidad ahí, pero también esa especie de samizdat que uno le exige a ratos a la cultura y a los libros: aquella marca invisible que dota al lector de la sensación de estar compartiendo un secreto, de saber algo que el resto desconoce. Por supuesto, eso puede llevar a la iluminación o la desazón. Especie de poeta involuntario, Chinoy canta desde el patio trasero de la literatura chilena, desde ese territorio donde alguna vez malvivió Violeta Parra pero también Mauricio Redolés, songwriters accidentados pero también poetas a la deriva de sí mismos, marginales a todo orden.

Hay poder ahí. Un poder intangible, íntimo, demoledor. La última vez que vi a Chinoy cantar, noté que miraba a los ojos a los espectadores. En vez de estar concentrado en sí mismo y el sonido de su propia voz, contemplaba las caras de sus escuchas en un bar, controlándolo todo. Había una ferocidad y un hambre que he visto o leído pocas veces y que me hizo pensar en Bolaño, en un policial de Ellroy, en los diarios de Gombrowicz. Chinoy, en ese momento, parecía escapar de cualquier caricatura mientras se sumergía en una violencia verbal que evocaba alternativamente la lucidez o la locura literaria. No sé cuántos captamos aquel gesto, pero a mí me dejó impresionado. Alguien dijo esa vez que Chinoy le había devuelto una guitarra prestada con las cuerdas manchadas de sangre. Buena historia. No está mal, de cuando en cuando, ver in situ la maquinaria del mito funcionando. Recordé lo que alguna vez habían dicho de Dylan o de Capote, de cómo aquellos cuerpos esmirriados podían ser máscaras de un arte capaz de captar y congelar su tiempo: tormentas bonsái a punto de transformarse en huracanes.

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