Thursday, December 17, 2009

Hace mucho que te quiero

Francisco Mouat
Voy al cine, de la mano de la Solcita, sin saber nada de la película que veremos. Me dejo llevar por su intuición y la sospecha de que acertará un pleno. Apenas me ha dicho que es francesa y nada más. Me gusta el título: Hace mucho que te quiero. ¿Será el título original, o una de esas traducciones bastardas concebidas para capturar el voto de las mayorías?

Fuera de las buenas películas, están las películas que te gustan especialmente, un peldaño más arriba las que te marcan y no olvidarás, y por supuesto allá abajo aquellas que olvidas a la vuelta de la esquina, para no contar las que nunca te interesó ver aunque hayas llegado hasta el final. Me acuerdo de cuando vi por primera vez La vida de los otros, esa película alemana que reflexiona sobre la creación artística en las dictaduras, y sabe mirarle el alma a un país vigilado en donde sus habitantes caen derrotados una y otra vez, y sólo unos cuantos pueden pararse nuevamente. La vida de los otros fue para mí una película importante, inolvidable, que he visto cuatro o cinco veces.

Después de ver el otro día Hace mucho que te quiero, pienso parecido: no me importa demasiado saber por qué me emociona tanto, sólo alcanzo a darme cuenta de que salí de la sala dichoso de estar vivo y poder disfrutarla, aunque me hablara de asperezas o justamente por eso, por el modo que tiene de proponer un espacio para la redención allí donde habita el dolor más profundo, allí donde hay prisión, allí donde se instala el juicio y el prejuicio, la condena, la muerte en vida. Algunos lograrán salvarse, aunque sea temporalmente; otros sucumbirán en el camino.

Cuando salí de la sala, llevaba escrito en una servilleta el nombre del director de la cinta: el francés Philippe Claudel. Apoyé mi mano en el hombro de mi acompañante, tal como hace la protagonista en un momento de la película, y le di gracias por regalarme una tarde de domingo tan sencilla y complejamente bella.

No sé por qué, pero se me viene a la cabeza una conversación que vi anoche en la televisión entre el librero Juan Carlos Fau y el escritor Germán Marín. Fau le pregunta cómo documenta sus libros, y Marín le responde con precisión: leo a veces el diario La Cuarta, aprecio la fuerza de su lenguaje, popular; me documento también de confidencias, de imaginación, por supuesto, y de películas antiguas.

¿Cuáles son los materiales con que Claudel documenta Hace mucho que te quiero? ¿De qué se nutren nuestras historias, si no es de lo que nos sucede aquí, ahora, ayer y mañana? No creo que Claudel haya ido demasiado lejos a buscar los fundamentos de su película. Como Marín, pudo encontrarlos agazapados en la lectura de un diario o en una película remota, o en una conversación íntima de café, o en su infinita capacidad para imaginar y también recordar, que es otra forma de imaginación.

Me serena saber que no sé nada de nada, que sólo alcanzo a sospechar algunas pocas cosas sobre lo que supongo más me importa. Esas sospechas, entre las que se cuentan libros y películas, cierta música y cierto arte visual, los amores incondicionales, los amigos y el humor junto a la certeza de la muerte, me mantienen vivo y alerta. Alguna vez, más joven, fui severo e implacable con tantos que me rodeaban, de cerca y de lejos. No sabía demasiado qué quería hacer con mi vida, y sin embargo emitía juicios lapidarios sobre cualquier cosa. Qué miedo tanta convicción, tantas falsas certidumbres. Es curioso: he visto desfilar el paso de los años a mi lado, y junto a ellos se ha ido extinguiendo mi ánimo de juzgar. Si me mirara ahora al espejo, vería que en lo esencial soy tal vez hasta más radical que antes, pero al mismo tiempo aprecio la indulgencia de saberme frágil y abollado, herido pero feliz de escribir, por ejemplo, estas líneas. Me gusta la manera en que Philippe Claudel trata a sus personajes: con cariño y piedad, independiente de cómo resolverán ellos sus asuntos y de que necesariamente van a sufrir.

Cuando has visto morir a gente a la que querías mucho, las fuerzas que aún conservas quisieras ocuparlas en vivir en comunión con aquellos cómplices que sospechas, imaginas, son la sal y esencia de tu propia historia. ¿Tiene un nombre esta conexión, esta correspondencia? No lo sé. No sé nada. Sólo sé que iré nuevamente a ver la película de Claudel.




Lo que más vale en el hombre es su capacidad de insatisfacción.
José Ortega y Gasset