Sunday, December 20, 2009

El gran Gatsby

Rodrigo Pinto
El gran Gatsby es la tercera y más famosa novela de Francis Scott Fitzgerald, un asalariado de la escritura cuya vida glamorosa transcurrió entre deudas, libros y el amor por su mujer, Zelda, casi tan famosa como él. Es uno de los grandes representantes de la narrativa anglosajona de entreguerras, y su retrato de la generación flapper -aquellas chicas de faldas cortas e independencia de espíritu que animaron los locos años veinte- es parte ya indisoluble de la manera de pensar esa época. Asediado por la obligación de producir, Fitzgerald publicó pocas novelas y dedicó, en cambio, mucha energía y tiempo a los cuentos, que le producían mejores y más inmediatos ingresos; pero, sin duda, su gran genialidad está en obras como El gran Gatsby, Suave es la noche y su novela póstuma e inacabada El último magnate. Todas ellas -y muchos de sus cuentos; El curioso caso de Benjamin Button es el más reciente- han merecido adaptaciones al cine o a la televisión, por el poder seductor de historias que atrapan como pocas el espíritu de su tiempo.

Esta novela tiene ese aire de los sueños rotos y también la dureza de la tragedia que golpea sin aviso. Y aunque retrata casi sin pausa ese mundo de fiestas, automóviles enormes y mansiones junto a los brazos de mar que rodean Nueva York, es también una denuncia de cómo aquellos, los ricos y bellos, enfrentan la vida: "eran criaturas desconsideradas: hacían añicos cosas y personas y luego volvían a su dinero o a su enorme desconsideración, o a lo que fuera que los mantenía unidos". O, en otro pasaje: "Gatsby tuvo una abrumadora conciencia de la juventud y el misterio que la riqueza aprisiona y conserva (...), muy por encima de las feroces luchas de los pobres". En ese orden de cosas, el amor de Gatsby, un advenedizo cuya fortuna se asienta en orígenes oscuros y fronterizos con la ilegalidad, por Daisy, una niña mimada y criada en la riqueza, está destinado a fracasar; y la novela conduce, con mano segura y ese estilo inimitable, elusivo, hecho de retazos brillantes y una singular habilidad para fijar las escenas en la memoria, hacia un desenlace cuyo aire trágico alienta ya desde el principio. Que no sorprenda es, casi, una virtud del libro, magnífico en el desarrollo de la historia y los personajes. Fitzgerald no será un gran innovador, pero no se ciñe a la estructura clásica y su manera de narrar es, quizá, una de las más imitadas del siglo pasado, una buena manera de homenajear a un escritor que trasciende su tiempo.